domingo, 21 de septiembre de 2014

Dos (V)

            Acabo de entender que estoy en una versión estrafalaria de un juego de adivinanzas, o de intercambio de conocimientos. La cosa es que tengo que dar un argumento lo suficientemente agudo como para que los tres se pongan de acuerdo y, por lo que veo, son muy cabezotas.
            – ¿Por qué me tienen que pasar a mí estas cosas? – me revuelvo en la autocompasión mientras guardo el mapa. 
            Mientras tanto, Sandocán se echa en el suelo y bosteza.
            –  Sí, tú también eres de gran ayuda… – gruño.
            Solo es un perro, tampoco es que sepa hacer mucho más, pero mi mal humor está creciendo a cada minuto.
            Cojo aire profundamente y me acerco con determinación al altar con los tres señores, donde la discusión parece estar acalorándose por momentos:
            – ¡Te digo que está medio vacío!
            – ¡Difiero, medio lleno!
            – ¡Insisto, está por la mitad!
            Da un poco de miedo intervenir, pero no me queda otra. Espero al menos que no lleguen a las manos, o el claro tendrá que ser renombrado.
            – ¿Disculpen? – empiezo, pero mi voz queda oculta tras el inicio de las primeras puñaladas verbales del estirado de gris hacia el de blanco.
            – ¡Señor, por favor, hágase revisar la vista! Ese modelo tan antiguo que lleva tiene que estar impidiendo que pueda analizar la situación con sabiduría.
            – No podía estar más de acuerdo – se atreve a añadir el de negro.
            Yo enarco una ceja. Pobre iluso, ¿se cree que él no va a recibir leña?
            – ¿Usted se atreve a dudar de mi vista? – interviene entonces el aludido, cargando contra el de negro  –. ¡Con ese peinado suyo cubriéndole los ojos no sé cómo es capaz de discernir más allá de lo que sucede a dos palmos de su nariz!
            Mejor que haga algo rápido, porque como empiecen con asuntos más serios, aquí no se libra ni el apuntador.
            – ¡DISCULPEN! – me hago oír, chillando a pleno pulmón.
            Los tres me miran al instante. Yo les sonrío.
            ¿Se creen que sus berridos infantiles son peores que años haciéndome escuchar al pedir algo en un bar lleno hasta la bandera durante un partido de futbol? ¡Já! Aficionados.
            Me aclaro la garganta.
            – Encantada, me llamo Thia.
            En ese momento me doy cuenta de que se están mirando entre ellos. Me quedo callada. Entonces, ignorándome abiertamente, intercambian un par de susurros que, seguro que por la falta de práctica, llegan a mis oídos con total perfección.
            – ¿Puede ser? – dice el de en medio, el gris.
            – A mí me parece correcto y apropiado – aprueba el blanco.
            – Si no hay más remedio… – cede el de color negro.
            Los tres, vuelven a fijarse en mí.
            – Encantados de conocerla, señorita Thia. Mi nombre es Realista – dice entonces el de gris, aunque la forma con la que se presenta hace que casi me entre la risa. Como si no me lo hubiese figurado, fíjate  –. Y estos dos… señores – le cuesta decir la palabra – que me acompañan son Optimista – señala al de blanco, que me saluda efusivamente con la mano – y Pesimista – repitiendo el gesto hacia el de negro, que me devuelve un gesto desganado, como no podía ser de otra forma.
            Hacen una pausa y me miran.
            – Un placer – contesto, porque no se me ocurre otra cosa que decir.
            – El nuestro, señorita.
            Se sucede una pausa incómoda, mientras nos miramos entre nosotros. De momento, parece que no han notado siquiera la presencia de Sandocán. Casi que mejor.
            – Señorita… mis compañeros y yo nos preguntábamos si no le gustaría participar en nuestro debate – ofrece entonces Optimista.
            – Los tres estamos de acuerdo en que su contribución sería de gran ayuda. Queremos que sea nuestra juez. ¿Le parece bien? Consideramos que es el mejor método para llegar a una conclusión de una vez por todas.
            – Por supuesto, ¿cómo podría rechazar tal honor? – me apresuro a decir, que sea la única forma de salir de aquí no tiene nada que ver.
            – Yo opino que el vaso está medio lleno – dice entonces optimista y, con la regla, me muestra la medida, que yo compruebo solemnemente y asintiendo teatralmente con la cabeza.
            – Yo defiendo la postura de que está medio vacío, debido a una desviación más que apreciable en la curvatura del vaso que hace que este sea más estrecho por abajo. De tal forma, el volumen de agua no es homogéneo y es mejor que si estuviera lleno en la totalidad – me expone Pesimista, tratando quedar por encima de Optimista
            Cuando termina, le dirige una mirada de suficiencia mal reprimida y yo me dedico a asentir mirando al vaso fingiendo que no me he dado cuenta.
Es el turno de Realista, que se hincha y alza bien la cabeza antes de hablar:
            – Yo opino que está por la mitad, lo cual coincide tanto con la hipotética estrechez del recipiente y al supuesto milímetro de más.
            Cuando termina, miro a los tres con gesto de estar reflexionando. Menos mal que nunca se me ha dado mal pretender que estoy mostrando interés. Muchas clases de la universidad hubieran sido un infierno de otra forma.
            – Vuestras tres perspectivas me han llamado mucho la atención, sin duda, pero tengo que declarar un veredicto justo.
            Los tres asienten con convicción. Les veo sonreír para sí. Dioses, qué complicado es esto. Todos están convencidísimos de que tienen razón y de que encima se la voy a dar. Respiro hondo una vez más. A este paso voy a hiperventilar de tanto tratar de calmarme. Seguro que son perfectamente capaces de aceptar una derrota, ¿no?
            Cuando les vuelvo a mirar, casi me entra la risa ante mi propio chiste. Venga, Thia, que tú puedes. Después de todo, no me queda otra.
            – En mi humilde opinión, creo que se está analizando la situación de forma errónea – al decir esto, me doy cuenta de que al fin tengo su atención. Me mirando con la curiosidad de un niño cuando le descubren algo que no sabía –. Señores, esto es un problema de perspectiva…
            – ¿Insinúas que es mejor mirarlo desde arriba? – me interrumpe Optimista antes de que sea capaz de terminar la frase.
            – ¡Por supuesto que no! Claramente, propone mirarlo desde abajo – le corta pesimista que se agacha al lado del pedestal.
            – Disculpe a estos dos incompetentes, señorita – me dice entonces Realista.
            – No se preocupe, yo… – empiezo, pero me callo al ver que sigue hablando sin prestarme atención.
            – ¿Cómo no han podido comprender que lo que usted ha sugerido es cambiar la superficie desde la que se observa el recipiente?
            Sin tan siquiera proponérmelo, me llevo las manos a la cabeza. Esto pinta cada vez peor. Está claro que tratar de llevarles a un acuerdo es completamente imposible. Algo que se resolvería de forma tan sencilla como admitiendo que todos tienen razón a la vez…
            Mientras tanto, la discusión vuelve a irse de madre. Pesimista se mete con Optimista mientras Realista se pone a buscar una superficie con una inclinación del 0% sobre la cual poder el dichoso vaso y demostrar su teoría (y, ya que estaba, dejar a los otros dos a la altura del barro). Todo por un maldito vaso de agua, elemento que ahora mismo nadie está prestando atención a pesar de ser el centro neurálgico de todo el problema.
            Entonces, descubro cómo una sonrisita anida en mis labios al tiempo que una temeraria idea cobra fuerza y me muero de ganas por llevar acabo.
            Miro a la derecha, donde Pesimista y Optimista acaban de llegar a las manos de forma bastante ridícula. Miro a la izquierda, donde Realista acaba de descubrir la existencia de Sandocán y trata de hacer que se mueva de donde ha decidido tumbarse porque está seguro de que es el lugar idóneo. Miro al frente, el vaso reluce con el único rayito de sol que cae sobre el claro. Solo falta un poco de música celestial y la escena sería perfecta.
            Doy un paso al frente, todos siguen ignorándome. Agarro el vaso, que parece ligero como el aire. Escucho un melódico sonido cuando lo levanto, el que normalmente se produce cuando el cristal vibra.
            Entonces, me lo bebo entero, de golpe y de un tirón. El agua helada cae por mi garganta. No es hasta ese momento cuando me doy cuenta de la sed que tenía y de lo bien que me ha venido. La verdad es que podría haberme salido muy mal. ¿Y si el vaso hubiera estado lleno de ácido o de cualquier otra cosa? ¡Pero qué demonios! Me siento de maravilla. Lo siento por Sandocán, pero no era un buen momento para compartir nada. Luego comparto con él el botellín que llevo en la mochila.
            En cuanto dejo el vaso de nuevo en el pedestal, el sonido del cristal contra el mármol parece propagarse por todo el claro como una campanada que indica el final de un partido. Tres pares de ojos en pánico me miran. Yo les miro a ellos.
            – ¿De qué os sorprendéis? – pregunto mientras me encojo de hombros como si el asunto no fuera conmigo –. El agua está para beberla y yo tenía sed.
            – ¡Ahora está vacío! – dice Pesimista.
            – ¡No queda ni una gota! – se une Optimista.
            – ¿Y ahora cómo vamos a saber quién tenía razón? – interviene Realista que parece a punto de desmayarse.
            – ¿Y yo qué sé? Realmente, todos teníais razón. Asumidlo de una vez y seguid con vuestras vidas. Al final, lo mejor es ser Oportunista, dadle un par de vueltas y ya me contaréis.
            Entonces, delante de mí, veo cómo el sendero está abierto de nuevo. Realmente lo que parece es que siempre ha estado ahí, pero yo no era capaz de verlo.
            – Oh, mirad, es la señal de mi retirada. Hasta otra, eh. Pero que no sea demasiado pronto – digo mientras me acerco hasta Sandocán, que se ha puesto ya de pies.
            Le agarro del collar y él empieza a andar y a seguirme.
            – Buen chico. Venga, salgamos de este sitio.
            Esperaba algún tipo de resistencia, pero ante mi asombro, los tres señores, solo me miran mientras me alejo.
            Sin embargo, justo antes de que mi pie pise la línea imaginaria que marcaría el final del claro y el principio del camino, supongo que de nuevo la Senda Lunar, los tres me llaman con gritos desesperados.
            – ¡No, por favor, no te vayas! – grita Optimista.
            – ¡No puedes dejarnos aquí! – se le une Pesimista.
            – ¡Al menos danos otro acertijo que resolver! – pide Realista –. Si no resolvemos uno… no seremos capaces de avanzar…
            Y ahí me temo que no puedo negarme. Ese sí que ha sido un buen argumento. Por muy mal que me caigan, no puedo negarles una forma de salir de aquí. Después de todo, solo me han pedido un acertijo. Ahora solo tiene que ocurrírseme uno que pueda competir con el famoso planteamiento del vaso de agua.
            Pienso durante unos largos segundos, hasta que al final doy con el adecuado. Me lo contó mi madre hace mucho tiempo, aunque no tengo claro de dónde lo sacó ella. El caso es que, sin lugar a dudas, ha sido una de las lecciones que más útiles he encontrado a lo largo de mi vida. Más que un acertijo en sí, se trata de una reflexión, pero creo que es adecuada para un lugar que se llama Claro Filosofía.
            De hecho, si no recuerdo mal, la tengo que tener apuntada en la parte de atrás de la agenda. Para asegurarme de que no lo digo mal, la saco y lo compruebo. Después, leo en alto:

«Había una vez cuatro individuos, Todo el Mundo, Alguien, Nadie y Cualquiera. 
Había un trabajo importante para hacer, Todo el Mundo tenía que hacerlo, pero no se preocupaba porque estaba seguro de que Alguien lo haría. 
En realidad Cualquiera podía haberlo hecho pero finalmente Nadie lo hizo. 
Cuando Nadie lo hizo, Alguien se puso nervioso porque Todo el Mundo tenía el deber de hacerlo. 
Al final, Todo el Mundo le echó la culpa a Alguien cuando Nadie hizo lo que Cualquiera podría haber hecho.» 

            Cuando termino, alzo la cabeza y observo cómo los tres me miran con atención, como si estuvieran esperando a que siguiera hablando.
            – Ehm… Ya he acabado – murmuro nerviosa.
            Pero da igual, siguen mirándome. Así que me limito a arrancar la hoja, guardar la agenda y a acercarme al pedestal (que ya no tiene vaso) y dejarla sobre él.
            – Ahí lo tenéis, ¿eh? Para que no se os olvide.
            Retrocedo despacio como un cangrejo hasta que vuelvo al lado de Sandocán y le agarro del collar. A continuación, salgo del claro, dejándoles con la nota como billete de salida. Apenas camino unos metros cuando escucho cómo empiezan a intercambiar opiniones.
            El más valiente es Optimista, que es quien empieza el debate:
            – Pues creo que Nadie hizo muy bien.
            – En realidad – interrumpe Pesimista –, Todo el Mundo tuvo toda la razón en enfadarse. Nadie no pidió permiso para hacerlo, y Alguien era el que tenía que hacerlo.
            – Pero claramente Cualquiera era el que podía hacerlo – añade Realista –, así que es su culpa que Nadie lo hiciera cuando no era su tarea.
            Dioses, van a estar ahí mucho tiempo…



            Y mientras me alejo, las nieblas parecen rodear la entrada abierta para mí y la engullen, cerrándola para los que aún no se han ganado el derecho a cruzarla. Antes de que sus voces se pierdan por completo, donde antes eran tres, un cuarto se une.
            Es entonces cuando comprendo la auténtica gravedad de la situación, la auténtica naturaleza retorcida y macabra de ese sitio. Todas esas personas, las tres, no eran más que una. Una única mente fragmentada, atrapada por su propia indecisión.
            Un escalofrío me recorre, así podría haber acabado yo también. Por un lado, el tipo me da pena. Por otro, a saber si su situación tiene arreglo. Puede que, aunque consiga salir, su mente jamás se recupere. Por su propio bien, espero que consiga resolverlo pronto.
            Realmente, el acertijo tiene una solución muy simple. Lo ideal es no esperar que lo haga Alguien o Cualquiera, sino hacerlo Uno Mismo (Por supuesto, mientras Todo el Mundo opina y Nadie se ofrece a hacerlo). Igual va siendo hora de enseñárselo a Daniel y Helena. A ver si aprenden un poco. Menos mal que me lo sé de memoria.
            Bueno, volviendo a los del claro, lo que les pase ahora depende única y exclusivamente de ellos. La pregunta que más me urge ahora mismo es: ¿dónde demonios me he metido ahora?
            El camino ha ido ensanchándose y ya no hay farolas. Los árboles parecen cada vez más altos y delgados y cada vez más frágiles hasta que finalmente puedo decir que ya no están hecho de madera. Compruebo el mapa a cada poco, todo parece seguir en orden. De hecho, el paisaje es bastante impresionante. Si no tuviera tanta prisa, hasta sacaría fotos. ¿Cuántas oportunidades puede tener alguien de perderse sin querer en un bosque de cristal? La corteza brilla y resplandece mientras las hojas desprenden destellos plateados. Bajo mis pies noto el crujir de la hojarasca, que suena como si pisara cáscaras de huevos o restos de platos rotos. Sandocán parece confundido. Mira el suelo sin entender qué pasa. Es entonces cuando me doy cuenta de que el cristal es muy bonito pero que también corta. Yo llevo botas, ¡pero el pobre Sandocán puede cortarse las patitas! Casi se me sale el corazón del pecho. ¿Cómo no he podido pensar en eso antes?
            Me agacho y le miro las patas una a una. Al ver que está ileso por completo, toco la hojarasca. Me sorprendo al comprobar que tiene un tacto sedoso y agradable, pero que es tan frágil que se rompen casi con rozarla. Por lo menos, lo que le pasa a Sandocán es solo que no se siente cómodo con esa sensación en las patas. Pero se le acostumbrará.
            – Venga, chiquitín, que ya queda poco… – digo mientras le acaricio el lomo despacio.
            O, al menos, es lo que quiero pensar.
            Continuamos hacia adelante. Empieza a refrescar poco a poco. Desde hace un rato parece que el calor primaveral se ha desvanecido de golpe. Es más, parece haber disminuido hasta la luz ambiental. Es como si estuviéramos presenciando un atardecer prematuro. O igual no tan prematuro, ¿cuánto tiempo hemos estado en el claro? Para mí han sido escasos veinte minutos y apenas era la hora de comer. Ya era consciente de que aquí el tiempo fluctuaba de forma distinta, pero nunca he sufrido un salto tan brusco.
            Me arrebujo en la chaqueta tratando de protegerme un poco mejor, pero me sirve de poco. El viento se cuela entre las hojas y silva al rozar sus bordes afilados. Da escalofríos. Es el único sonido del lugar. Es como si el bosque estuviera muerto. Antes había hierba y, aunque no los viera, era consciente de que había pequeños animalillos rondando y observándome con sus ojillos negros. Ahora… ahora ya no. Solo estaba ese viento frío y desgarrador que parecía gritar en vez de susurrar.
            Sí, creo que va siendo hora de acelerar más el paso y encontrar el dichoso portal. Deberían actualizar el mapa para que dijera cosas del tipo “ha llegado usted a su destino”. La verdad es que agradecería mucho escucharlo en estos momentos. Este sitio no me gusta un pelo y no estoy por la labor de retroceder y volver a pasar por el claro.
            Siento una molesta sensación constante y creciente. No sé de dónde viene, pero me siento cada vez más inquieta. Al fin, solo por curiosidad, o quizá por instinto, me acerco a uno de los árboles y, despacio, apoyo la palma sobre su corteza.
            Como era de esperar, su tacto es frío. Sin embargo, no es eso lo que me hace soltar una exclamación de sorpresa, sino que realmente siento cómo el árbol está vivo bajo mis manos. De repente, me siento observada. No, no es por el árbol. Se trata de algo mucho más antiguo y viejo.
            – Magia… – susurro, y doy un respingo al escuchar mi propia voz reverberando en el cristal y propagándose por cada rincón del solitario bosque.
            Es casi como si no lo hubiera dicho yo. 

domingo, 20 de julio de 2014

Dos (IV)

            Pego un patético gritito y dejo caer el pliego al suelo. Ha empezado a emitir calor. Por un segundo pienso que va a sufrir una combustión espontánea, pero no. Lo que sucede es bastante más caprichoso y típico de estos lares e incluye arcoíris y más luces de colores. Al cabo de un par de segundos, parece quedarse inerte de nuevo. Sandocán se atreve a olisquearlo y lo golpea con el hocico. No sucede nada en absoluto salvo que el perro estornuda. Bueno, eso está bien.
            Al fin, me atrevo a cogerlo y lo observo. Se me escapa una exclamación de asombro al ver qué hay escrito. Hay un mapa en condiciones pero, al contrario de los que estoy acostumbrada a ver, este incluye partes a todo color y movimiento. Los caminos se difuminan y se redefinen. Hay torbellinos de colores con nombres como “a la locura profunda” o aún más absurdos como “hacia allí”. Tras un largo rato, encuentro una especie de estrellita brillante con una insignia que pone “tú”.
            – ¿Ves como no era tan difícil? – le digo al papel, justo antes de preguntarme si me estoy volviendo loca –. Muchas gracias – me acuerdo de decir entonces, ignorando mi vocecita interior que me decía que hablar con planos encantados no es buena idea.
            Al parecer, me encuentro en alguna parte de lo que se denomina camino de plata. Estoy en un bosque que dice llamarse “Bosque sereno” en el claro en el que figura la tienda con el mismo nombre con el que Peppermint me la ha presentado y con una pequeña leyenda roja que dice “cerrada para almorzar”.
            Alzo la cabeza hacia el claro desierto. Bueno, al menos sé que no me lo he imaginado. A menos que el mapa me esté tomando el pelo…
            – Bueno, ¿y ahora qué? ¿Cómo salgo de aquí? – sigo hablándole al papel.
            Ya sin asustarme, vuelvo a sentir un ligero calorcito y veo cómo, proyectado del papel, aparece una magnífica rosa de los vientos al más puro estilo faerico. De hecho, literalmente tiene forma de rosa blanca con agujas doradas que muestran los puntos cardinales y luego una plateada indica hacia el frente. En el papel, se resalta la delgada línea de plata por la que estoy caminando.
            – Oh, bien. ¿Eso me llevará de vuelta al Mundo Gris? – pregunto.
            No obtengo respuesta. Evidentemente, el mapa no habla. Pero el recorrido no cambia ni tampoco la flecha.
            Creo que lo voy a tomar como un sí. Un sí muy silencioso.
            Agarro a Sandocán del collar una vez más y salgo fuera del círculo de fuegos fatuos. Nuevamente, siento un cosquilleo en la piel, la misma sensación electrizante. De repente, me siento un poco más inquieta. Acabo de abandonar un círculo de protección. Eso significa, por tanto, que estoy desprotegida… Y suena realmente mal y desalentador porque estoy siguiendo un mapa mágico que lo mismo me puede llevar a un precipicio. Pero, ¿qué más opciones tengo?
            Exacto, ninguna en absoluto. Bueno, podría ir a sentarme en el andén hasta que pasara un tren en sentido contrario, pero suena igual de arriesgado, porque no creo que ningún tren me vaya a dejar en el lugar donde me monté. Así que, sabiendo esto, me pongo a hacer lo único que ahora mismo parece tener sentido dentro de la insensatez: seguir la flecha plateada.


            Así, prosigo mi camino de baldosas cuadradas, adentrándome más en el bosque. Llega un punto en el que pierdo la cuenta de los minutos que pasan. La flecha siempre se mantiene recta en dirección al sendero. Si hay una curva, ésta se desvía hacia su dirección suavemente. Ese pequeño movimiento es lo único que me da a entender que efectivamente me estoy moviendo hacia alguna parte. Además, la estrellita que muestra mi posición también avanza por el mapa. Aunque no lo suficientemente deprisa para mi gusto. Pero tampoco puedo hacer mucho más, voy sujetando al perro con una mano y leyendo el mapa en la otra. Mi ritmo no es precisamente rápido.
            Despacio, como mi paso, el paisaje vuelve a cambiar una vez más. Al llegar a una bifurcación, observo un nuevo elemento de decoración que claramente dota a todo de un aire mucho más señorial. Aparecen faroles blancos con una forma tan estilizada como los árboles. Cuelgan de postes que terminan en un pequeño arco semicircular y una pequeña llama plateada danza en cada uno de ellos sin que haya vela alguna. Las campanillas de los arbustos parecen de un blanco sucio en comparación con esa luz, no hablemos ya de mi camiseta o mis dientes.
            Según el mapa, es porque ahora estoy en la Senda Lunar, que sigue siendo de plata pero más importante. Imaginarme por qué al ser lunar es más importante no tiene demasiado sentido. A saber qué se le pasó por la cabeza a un burócrata faerico.
            Al cabo del tiempo, me empieza a entrar hambre. Por suerte, me traje algo de comer. No es más que un poco de pechuga de pavo con pan de molde, pero algo me aliviará. Pero el problema es que somos dos. Nada más sacar el bocadillo, Sandocán ya me está poniendo ojitos y se relame de forma poco disimulada.
            – Jo… Vale, ¡está bien! – refunfuño mientras separo parte de la pechuga y se la doy.
            Me queda más pan que otra cosa, pero bueno. Termino comiéndomelo igual. No puedo dejar al pobre animalito sin comer. Estamos en la misma situación. Pero en cuanto llegue a casa me pienso poner morada a tortilla de patata, ¡he dicho!
            Entonces, mientras me guardo en el bolsillo el papel de aluminio hecho una pelota con lo que queda de migas, empiezo a escuchar voces en la distancia. Trago como puedo lo que me queda en la boca y agudizo el oído por si escucho palabras clave como “matar”, “sangre” o similar (y tengo que salir corriendo en sentido contrario). Pero no, lo que llega a mis oídos, para variar, tiene mucho menos sentido.
            – Está medio lleno, fíjate, pasa un milímetro la mitad geométrica – dice una voz.
            – No, no, para nada – le contradice una segunda cargando cada sílaba con suficiencia –. Es más estrecho por abajo, así que está medio vacío.
            – Ambos estáis equivocados – expone una tercera con clara intención de tachar de estúpidos a los dos anteriores –. Seamos realistas, está claro que está por la mitad, por la desviación de la anchura del recipiente.
            Automáticamente, enarco una ceja. Es la conversación más extraña que he escuchado en mi vida y casi parece que están discutiendo sobre el estado de, no sé, ¿una botella? Por decir algo. La situación me recuerda mucho a eso que se dice sobre ver la botella medio llena o medio vacía.
            – ¿Dónde demonios me estás metiendo? – le pregunto al pliego.
            Como respuesta, empieza a formarse una nueva leyenda en el mapa, a un centímetro escaso de donde la estrellita plateada me indica que me encuentro yo. Parece un nuevo claro, pero no estoy demasiado segura de haberme fijado en él antes. La rosa de los vientos sigue indicándome que avance. La letra de la leyenda es bastante pequeña, pero consigo leerla acercándome el mapa casi a un palmo de la nariz.
            – “Claro Filosofía” – leo en alto –. Pues vale – añado encogiéndome de hombros.
            De momento, la filosofía no ha matado a nadie. Quizá a alguno de aburrimiento, pero nada más grave. Así que si la flecha dice que cruce el claro, eso haré.
            Mientras tanto, las voces de las tres personas se hacen cada vez más distinguibles. Todas ellas me parecen bastante repelentes. Me recuerdan al típico chico sabiondo y repelente que toda clase tiene, como si fuera un requisito indispensable y viniera con el aula. Bueno, pues intuyo que en ese claro venían tres de serie. Por suerte, hace tiempo que aprendí el noble arte de ignorar a ese tipo de gente cuando se pone demasiado quisquillosa. Es muy efectivo y saludable.
            Así que cuando el claro al fin aparece en mi campo de visión, aunque ya estaba preparada para algo parecido, no fue suficiente. Miro ojiplática cómo los tres individuos que he escuchado en la lejanía están rodeando un pequeño altar donde reposa un vaso de tubo muy bonito (con grabados y florituras muy elegantes) que tiene agua hasta la mitad. Ni siquiera reparan en mi presencia, están demasiado ocupados discutiendo entre ellos. Los tres son más o menos de la misma altura y bastante parecidos en facciones. Los tres tienen el pelo blanquecino y largo. No sabría decir si por la edad o es simplemente su color natural. A ojo no parecen tan mayores como para tener ya el pelo de ese color, solo están un poco anticuados. Lo único que les distingue claramente es su actitud (y eso que apenas llevo un minuto observándoles) y los complementos que han elegido llevar encima, que son igual de excéntricos que la situación en sí.
            El que está más a la derecha del vaso, tiene barriguita gafas redondas y una regla en la mano. Lleva una túnica blanca impoluta que le llega hasta los pies y solo le asoman los dedos, en los que se entrevé la suela de unas sandalias. Su distintivo más característico diría que es que lleva la melena en una coleta bastante desgarbada.
            – Os digo que está a más de la mitad – dice éste nada más yo entro en el claro –. ¿Veis? – añade al tiempo que coloca la regla al lado del vaso para medir el nivel de agua –. Por tanto está medio lleno – concluye con convicción.
            Pero estaba clarísimo que los otros dos no iban a ceder con un argumento como ese.
            El del medio es el que toma la palabra. Va vestido en escala de gris. Lleva traje de hombre de negocios pasado de moda y el pelo cuidadosamente acicalado y suelto sobre los hombros. Y un monóculo. No sé por qué, pero lo lleva.
            – Eso es debido a la estrechez del recipiente, está claro. Por eso mismo, está lleno exactamente hasta la mitad.
            – No, no, ¡para nada! – interrumpe el tercero, que obviamente no va a quedarse sin decir nada –. Precisamente por la desviación en anchura, ¡claramente está medio vacío!
            El individuo en cuestión va de negro por completo, con una casaca que deja ver unos pantalones que vieron tiempos mejores. Su pelo está revuelto, parece un nido de pájaro, y tapa parcialmente su cara. Me pregunto cómo puede ver con tanta maraña, especialmente porque lleva una lupa en la mano, que blande con convicción en dirección al problemático vaso.
            Esto parece no tener fin. Pero bueno, si así son felices, que sigan.
            Miro a mi alrededor, en busca de la forma de salir. No se me pasa por alto que, de repente, los árboles son mucho más finos y largos. Además, están mucho más juntos y crecen hasta combarse sobre sí mismos y unirse en el centro del claro, que es perfectamente circular. Da la sensación como de estar adentrándose en una…
            – No puede ser…
            Consulto el mapa.
            – No… – repito en alto con desesperación, aunque nadie me vaya a escuchar.
            Entonces, me doy la vuelta, pero solo para comprobar lo que el mapa me acaba de revelar. El corazón me da un vuelvo cuando, efectivamente, el camino por el que he venido se acaba de esfumar y una hilera de árboles igual de finos y bien puestos que el resto me cierran el paso.  
            Estoy encerrada en una jaula llena de locos.

            Cojo aire muy lentamente mientras vuelvo a mirar al altar con los tres señores, que siguen a lo suyo. Esto empieza a ser muy desquiciante. Pero no puedo tirar la toalla todavía. Tiene que haber una salida, me niego a pensar que estoy aquí atrapada. Lo único que no aparece en el mapa es el camino por el que he entrado. Pero la flecha de plata sigue marcando al frente.
            Con Sandocán a mi lado, rodeo el claro, pero no encuentro la salida. Igual los árboles engañan a la vista...
            Observo la flecha, pero ahora veo que está señalando al sentido contrario.
            – ¿Qué demonios? – pregunto.
            Miro el mapa de nuevo. Sigue marcando que hay una salida, pero es demasiado pequeño como para que pueda apreciar los detalles.
            – Ya me estás sacando de aquí, ¿me oyes? – amenazo al plano, que no se inmuta –. ¿Me oyes? – insisto, sin resultado.
            Dioses, tengo que parecer igual de loca que los otros tres del vaso.
            – ¡Estúpido mapa, estoy hablando contigo! – le grito mientras, tras soltar a Sandocán, con el índice toco el nombre del claro.
            Siento un ligero calambre y aparto el dedo con un gritito patético e impropio de mí. Me chupo el dedo dañado de forma casi involuntaria y miro mal al papel. Pero antes de ponerme a despotricar y a plantearme hacerlo tiras, reparo en que acaba de aparecer una nueva leyenda, justo debajo del nombre del claro. Parece una descripción.

«Solo aquellos que se vuelvan más sabios serán capaces de encontrar su camino.»

            – ¿En serio? – digo en alto.
            Acto seguido, alzo la cabeza hacia el pedestal. Doy un par de pasos hacia la derecha. Al instante, la flecha dorada se inclina hacia la izquierda, para seguir apuntándolo de frente. Vamos, que no es que me esté mostrando una salida, sino la forma más directa de salir, que es enfrentándome a esos tres señores…