martes, 3 de diciembre de 2013

Dos (I)

Dos


«Ante viajes inesperados, semihada previsora vale por dos.»

            Respira hondo, respira. Eso es. Vas a salir de aquí ilesa, ¿verdad que sí? Venga, una vez más. Coge aire, más, hasta que sientas que vas a explotar. Ahora, despacito, lo vas echando poco a poco.
            Tras unos diez minutos repitiéndome eso, al fin surte efecto. Me empiezo a calmar, me siento más tranquila y me centro en asimilar la situación poco a poco. No es la primera vez que acabo aquí, ni será la última, pero siempre me dan este tipo de ataques cuando paso mucho tiempo sin cruzar. Es como si reviviera mi experiencia traumática de la primera vez que sucedió. Después, cuando consigo calmarme y recuerdo las siguientes veces, soy capaz de tapar ese recuerdo y volver a ser la de siempre.
            Qué mala pata, con la de cosas que tenía que hacer hoy. Ya puedo ir asimilando que voy a perder el día entero a cuenta de este evento inesperado. Yo que calculaba que no iba a tener que volver a pisar este sitio como mínimo hasta Octubre. Samhain (también conocido como Halloween) es una fiesta demasiado ligada a las hadas y la magia, y también en el culto a los muertos, aunque nosotros nos empeñemos en centrarnos cada vez más en la parte de fiesta, disfraces y golosinas.  
            Recojo todo, cierro bien la mochila y me la pongo por lo que pueda pasar. Hasta que el tren no se pare no voy a poder salir, así que es mejor que tenga paciencia. Me dedico a seguir mirando por la ventana. En este lado, la hierba es más verde, exactamente como las personas se la imaginan cuando alguien les dice que piensen en ella. Las nubes, aunque ahora no puedo verlas, parecerán algodón y el cielo será de un perfecto azul. Todo será bonito y bucólico, a menos piense lo que no deba, haga lo que no deba, me meta donde no deba u ofenda a quien no deba, en ese orden. Es un mundo en constante evolución. Un mal pensamiento puede alterarlo de una forma radical o conducirte a un lugar transformado por las pesadillas. Hay que tener en cuenta que las pesadillas también son sueños y sé que existe una Casa entera (de cuyo nombre no me acuerdo) que se dedica a ello. Tiene que ser una devoción horrible eso de mandar pesadillas a la gente. Aunque, vete a saber, igual disfrutan.
            Doy un respingo cuando veo que una de las puertas del vagón se abre y aparece una especie de revisor que pega completamente con la decoración. Me siento como si estuviera haciendo un viaje en el tiempo en lugar de estar yendo a otra dimensión. El único detalle es que su piel es de color verdusca y tiene un par de cuernos de chivo asomándole por la visera del traje. Son pequeños, pero a mí no se me pasan por alto. Trato de no mirarlos fijamente a medida que se acerca, porque se está acercando hacia donde estoy yo. No es muy difícil de saber, soy la única ocupante del vagón y, casi seguro, del tren entero.
            Se para delante de mí y, sin sorprenderse de qué hago ahí me tiende la mano.
            – El billete – me pide, pero tiene una voz tan grave que hasta intimida.
            Yo arqueo una ceja, un tanto sorprendida, pero era evidente que esto podía pasar. ¿Qué podía venir a decirme un revisor?
            Busco entre los bolsillos de mi chaqueta hasta que encuentro el recibo del bono de tranvía que compro para ir a la universidad. Menos mal que suelo guardarlo por si sale defectuoso y tengo que reclamar. Se lo tiendo un tanto escéptica. Pero él lo coge sin tan siquiera dudar. Lo pica y me lo devuelve.
            – Aquí tiene – me dice.
            – G-gracia – murmuro mientras observo el ticket taladrado.
Lo cojo un tanto estupefacta. Tiene un perfecto agujero en el centro. Me pregunto si lo ha mirado siquiera. Igual le llego a dar el recibo del super y también hubiera colado.
            Estas hadas están locas…
            – Buen día – dice la voz del revisor, y doy un nuevo respingo.
– Lo mismo – contesto de forma automática mientras veo cómo el revisor  me saluda llevándose la mano al sombrero.
            Acto seguido, se vuelve y continúa su camino hacia el siguiente vagón.
            En cuanto desaparece de mi vista, me encojo de hombros y me guardo el ticket en el bolsillo.     Espero que me siga valiendo en las reclamaciones aunque ahora tenga un agujero.
            El tren silva y comienza a decelerar. Me agarro más al asiento y me aferro con fuerza a mi mochila. Poco a poco, el paisaje cambia levemente. Dejamos atrás el bosque para dar paso a una interminable pradera tan colorida e irreal que parece el fondo de pantalla genérico de Windows. No me extrañaría ver unicornios o algo similar pastando por ahí.
            

martes, 19 de noviembre de 2013

Interludio (I)

Interludio


Cabo suelto

El Palacio de la Luna se hallaba sumido en el silencio. Todos dormían, todos, menos uno. En medio de la noche, ya casi cercana el alba, sólo una oscura silueta paseaba por los fríos salones, pero era un paseo inquieto.
Despacio, se acercó a uno de los espejos que adornaban la exquisita alcoba real. El espejo le devolvió su rostro tal y como era, el rostro de un rey. Él era el León Alado.
Una media sonrisa anidó en su rostro. Sí, para todos los súbditos esa era la verdad. Pero no era más que una mentira cincelada hasta convertirse en una realidad.
Jugueteó con mango del cepillo que normalmente Gwenevere usaba para peinar su larga melena rubia. La había despachado días atrás pero esa ilusa seguía creyendo que la amaba. Creía que algún día se desposarían por amor, idiota. Sí que se desposarían, pero porque ella tenía muchas posibilidades de alzarse como Reina, más si ambos estaban prometidos. O, bueno, lo estaba con el León Alado. Aunque poco quedaba ya del León.
De hecho, ya no quedaría nada de él si no fuera por el estúpido jefe de la guardia que decidió tirar de los cabos sueltos. Por su culpa, ahora la Bestia andaba suelta. La única pieza que quedaba en el aire de su perfecto puzle, una que era prácticamente imposible de controlar. Llevaban ya tres semanas de búsqueda y siempre se les escapaba. Maldita criatura…
– Maldito Alisthar… – murmuró, porque todo había sido por su culpa.
No pudo contener su ira, su mano ya había agarrado con fuerza el cepillo y lo lanzó contra el espejo, que estalló en pedazos.
Los pedazos le salpicaron y algunos de ellos cortaron su piel, tuvo suerte de poder taparse la cara a tiempo. Cuando miró de nuevo, su rostro se veía desfigurado en el espejo destrozado.
La puerta se abrió de golpe y uno de sus criados entró alarmado. Portaba un candelabro que trajo luz a la estancia, y mostró el desastre.
– Majestad, ¿se encuentra bien?
– Sí, puedes retirarte. No ha ocurrido nada.
– Pero señor, sus manos… – insistió este al ver los cristales y la sangre
– ¡He dicho que no ha pasado nada! ¿Acaso cuestionas mis órdenes?
El sirviente, volviendo de nuevo a su estado de servidumbre, negó apresuradamente.
– Lo siento, señor – se disculpó de nuevo.
– Retírate.
– Sí, mi señor... – murmuro, mientras, despacio, comenzó a alejarse hacia la salida.
Ya estaba a punto de cerrar las puertas cuando él volvió a llamarle:
– Espera, ¿en qué punto lo perdió la última partida?
– No dispongo de esa información, señor.
No, claro que un simple criado no podía saberlo, pero él sí. Habían dicho que cayó desde el Puente Troll. Tenían que seguir el curso del río para encontrarle. Pero la criatura tenía alas, así que el perímetro era considerablemente más amplio. Además, sabían que estaba herida. Consiguieron clavarle varias flechas. Su piel era gruesa, pero era suficiente para que dejara rastro y la volviera más lenta. 
 – Si yo fuera una bestia y estuviera herida, ¿dónde me escondería?
El criado seguía plantado en el umbral, desconcertado ante las preguntas del Rey. Empezaba a cuestionar seriamente la salud mental de su señor. Desde que escapó el asesino de su hermano, desde que un traidor liberó a la Bestia, no parecía el mismo.
Primero había mandado a su prometida de vuelta al Palacio del Sol. Ahora, su obsesión por cazar a la Bestia le estaba haciendo padecer insomnio, paranoia y empezaba a mostrarse agresivo. Empezaba a sentirse más inseguro que protegido estando a su servicio, pero temía decir en alto que creía que el León Alado estaba perdiendo la cabeza.
Mientras tanto, el Rey seguía murmurando para sus adentros:
– Claro, eso es… – dijo mientras se apoyaba en el tocador destrozado. La sangre resbalaba por su mano y empapaba los objetos personales de su prometida –. Ya sé dónde te escondes, maldita escoria…
– Señor… ¿está usted bien? ¿No es más seguro que mande traer al sanador?
– No, idiota, no necesito al sanador. Convoca a los cazadores. Ya sé dónde se esconde esa rata. Les quiero en el salón al amanecer. Ahora, desparece de mi vista.
Sin decir nada más, por temor a una represalia, el criado salió y cerró las puertas acompañando el gesto con una reverencia.
Después, corrió a sacar de la cama al paje que tenía que encargarse de convocar a los cazadores.
El falso rey se quedó solo de nuevo, y una risa nerviosa brotó de sus labios.
– Te tengo, ya te tengo… – murmuró mientras se acercaba al escritorio a rebosar de planos extendidos y encendía una vela.
La luz alumbró de nuevo la estancia.
Aún con las manos manchadas por los cristales, acarició los papeles. Estos se tiñeron de rojo. Pero sus sospechas estaban confirmadas.
– El bosque, está en el bosque. En el bosque de cristal.

Su risa nerviosa siguió recorriendo los pasillos del Palacio hasta que, como una salvación, el alba rompió. 

domingo, 17 de noviembre de 2013

Uno (III)

            Resoplo hastiada mientras subo las escaleras que me llevan a los vestuarios de mi gimnasio después de que la monitora nueva me haya metido tanta caña que me duelen hasta los músculos que no sabía que tenía. Bueno, al menos hoy dormiré bien. Será lo único de positivo que haya tenido este endemoniado día.
            Jugueteo con la llave hasta conseguir meterla en el candado de mi taquilla. Lo abro, lo quito con cuidado, lo guardo, giro el cierre y respiro hondo cuando, al abrirlo, cinco cartas caen a mis pies. Sí, ya me lo esperaba. Me las llevo encontrando a lo largo de todo el día.
            La primera estaba metida en uno de mis cuadernos. La segunda apareció debajo de mi plato al pedir el menú en la cafetería. El camarero no supo decirme cuándo había aparecido allí. La tercera estaba metida en uno de los libros que consulté en la biblioteca. La cuarta vino camuflada en el fajo de apuntes que mandé imprimir en reprografía. Lo único bueno de todo esto es que ya no vienen acompañados de pajes de pelo azul.
            Ahora han cambiado de estrategia. Empiezo a ver el comienzo de Harry Potter. Por suerte, han prescindido de las lechuzas. Algún hada se tiene que estar partiendo de la risa en algún punto del sueño cercano. Si no fueran tan arcaicas, me esperaría que estuvieran rodando algún programa de cámara oculta.
¿Por qué me hacen esto? ¿No es evidente que no quiero saber nada? El paje hizo su trabajo, ¿no pueden simplemente dejarme en paz? No es tan difícil.
            Las cojo, mientras sonrío agriamente a los curiosos que pasan por el pasillo fijándose descaradamente en mi peculiar correspondencia. Las meto en la mochila sin poner demasiada atención en si se estropean o se arrugan. La verdad es que si se rompe, mejor. A este paso, el colchón de mi cuarto va a coger vuelo, porque es donde pienso meterlas todas.
            Cuando llego a casa, saludo a mi madre y Sandocán (se mete entre mis piernas y me caigo), me doy una ducha calentita y me pongo mi pijama de caritas sonrientes elegido por mi madre la Navidad pasada (sí, porque yo jamás habría escogido un estampado como ese ni muerta), me dedico a esconder las cartas. Admito que tengo un instante de duda. Justo cuando acomodo la última de ellas. Estoy a punto de romper el sello, pero me detengo antes de que éste se empiece a quebrar.
            Si algo tengo claro es que tengo buen instinto. Llámalo sexto sentido o poder sobrenatural heredado a la fuerza, pero está ahí. De la misma forma que soy capaz de ver mentiras, puedo intuir cuando algo va a desencadenar un efecto mucho más grande. A medida que recibo más y más cartas, el instinto se convierte en certeza. Si abro esa carta, me veré envuelta en problemas que no son míos. La meto debajo del colchón junto con las demás.
            Un gruñido me sobresalta y alzo la cabeza justo para ver a Sandocán sentado sobre mi alfombra y mirándome con mirada severa. Sí, es un perro que me mira siempre muy expresivamente.
– ¿Qué? – le digo –. Seguro que tú harías lo mismo.
Él bufa, como si estuviera en claro desacuerdo.
– ¿Y tú qué sabes? Eres un perro. Los perros no reciben cartas no deseadas – contesto claramente molesta por la absurda situación.
Creo que estoy llevando un poco al extremo eso de hablar con mi perro como si fuera una persona. Hasta me imagino que me echa la bronca.
Aun así, observo cómo Sandocán gruñe de nuevo y se da la media vuelta. Se enrosca sobre sí mismo y se dispone a dormitar para variar. Pero parece que me está dando la espalda a propósito. No puedo contenerme:
– ¡Pues enfádate! No pienso abrirla – insisto en mi indignación.
En cuanto lo digo, dejo escapar un grito de frustración. Lo he vuelto a hacer.
Bueno, el caso es que las cartas están debajo de mi colchón, tengo mucho que hacer y sólo espero que estando ahí no me causen pesadillas. Sí, lo digo muy en serio. Después de todo, vienen del reino de los sueños. Nunca te puedes fiar del todo de las cosas que salen de ese sitio.
Por suerte, no lo hacen. Duermo tan bien como de costumbre, lo que no es decir mucho porque soy propensa al insomnio a nada que algo me preocupa, y mis preocupaciones actualmente se han incrementado en contra de mi voluntad. No sólo tengo que sacar adelante los trabajos y los exámenes, sino que ahora además tengo que asegurarme que cuando me aparezcan cartas mágicas en lugares tan inesperados como en el cajón de los calcetines o dentro de las botas cuando meto el pie para ponérmelas, me pueda deshacer de ellas sin parecer más rara de lo que ya soy.
Pero no hay más cartas por la mañana. Aun así, compruebo la bota antes de meter el pie, por si acaso. También compruebo que no haya nada pegado al cartón de la leche ni dentro del paquete de cereales. Pero no, todo está en orden. Demasiado en orden. Me preguntó qué estarán tramando. No sé por dónde van a salir.
Así que no me queda otra que seguir con mi vida y tratar de mentalizarme de que algo gordo puede pasar.
Preparo la mochila, me acuerdo de coger un bocadillo para media mañana, dinero para la hora de comer, repaso que tengo todos los apuntes y que he metido un botellín de agua, que siempre me entra sed cuando no lo tengo, y salgo de casa. Espero hasta que llegue el tranvía y me monto dentro. Observo a mi alrededor y reconozco los rostros de los desconocidos habituales. Es lo que tiene coger un transporte público siempre a la misma hora. Sabes que todo va bien cuando vas con las mismas personas.
Consigo asiento y respiro hondo. Todo está igual que todas las mañanas. Abro la mochila y saco el libro de álgebra. Ayer no me dio tiempo a echarle una ojeada al tema nuevo, así que aprovecharé ahora.
Las paradas se suceden y el repiqueteo del agua arrecia contra los cristales. Va amaneciendo poco a poco a medida que recorremos las vías. Alzo la cabeza momentáneamente para comprobar en qué parada estamos, pero aún queda. Me vuelvo a sumergir en mi lectura. No es que sea lo más divertido para leer un día cualquiera a las ocho de la mañana, pero así sé que puedo parar cuando quiera. Antes solía traerme novelas, pero corría el riesgo de saltarme un par de paradas.


Al cabo del tiempo, la lluvia para y observo cómo un rayo de sol incide directamente sobre el libro y me deslumbra. Vaya, parece que hará buen día después de todo. Entonces, me sobresalto al darme cuenta de que el viaje me está dando para leer muchas páginas, demasiadas. ¿Cuánto tiempo he estado leyendo? El audio debe de estar estropeado, porque llevo un rato sin escuchar el nombre de las paradas. No puede quedar mucho más. Miro mi reloj, pero pego un bufido al darme cuenta de que el segundero no avanza.
Entonces, vuelvo a alzar la cabeza. Tres preguntas caen sobre mí una a una.
La primera: ¿en qué momento me he quedado sola en el vagón?
Segunda: ¿por qué este vagón tiene asientos de madera y portaequipajes?
Tercera: ¿eso es el silbido de una locomotora de vapor?
Pero nada más cruzan mi mente, ya sé la respuesta. Observo el exterior, pero no veo la ciudad. Mis peores sospechas se confirman a medida que el bosque se hace más y más  frondoso y el tren me aleja de la realidad. Tengo que contenerme para no perder la cabeza, para no sufrir un ataque de ansiedad. Ni siquiera puedo gritar porque estoy paralizada. De hecho, tardo un rato en ser capaz de controlar mi respiración. De seguir así, me hubiera desmayado.
Solo hay una explicación para todo esto, y la aborrezco con toda mi alma.
Estoy en el Reino Onirico. 



domingo, 6 de octubre de 2013

Uno (II)

Cuando al fin consigo pisar mi casa, son cerca de las diez. He tenido que contener mis ganas de estrangular a Daniel (tres veces), por equivocarse con los archivos que se suponía que traía en un USB y se volatilizaron en su camino hacia el bar, y de no arrojarle el cenicero a Helena cuando ha decidido quejarse de lo tarde que era para quedar. El caso es que tenemos el trabajo a medio hacer, pero ya está encauzado. Para variar, me tocará pringar en casa, pero menos da una piedra.
Abro la puerta y pego el grito de “¡ya estooooy!” , como hago siempre. Me quito los zapatos mientras entro en el vestíbulo y cierro la puerta prácticamente tirándome sobre ella. Me faltan las fuerzas y el aliento. Dejo la mochila que pesa como un muerto en una esquina y observo cómo, puntual como un reloj, Sandocán aparece doblando el pasillo y camina a su paso hasta tumbarse como lo haría un felpudo viejo justo ante mis pies. Se está haciendo mayor.
Resoplo y me pongo de cuclillas a su lado, le acaricio la cabeza suavemente la cabeza.
– ¿Qué, eh? – le digo de forma dulce –. ¿También has tenido un día duro?
Como única respuesta, él gruñe suavemente y se pone panza arriba.
– Tendrás morro – contesto mientras le rasco la tripa.
Él saca la lengua y me mira de reojo, como si me quisiera dar a entender que quiere que siga.
– Sí, ya sé que esto te gusta – digo empezando a rascarle con las dos manos.
Sí, trato a mi perro como si fuera una persona. A veces creo que es el único que me comprende realmente. No soy una chica que sepa hacer amigos de forma rápida, no tengo ese talento natural. Mi mascota es la única que se ha saltado esa regla por razones obvias. Hasta con mi madre me cuesta llevarme en determinados momentos, aunque eso es normal dentro de lo que cabe. En toda familia hay tensiones de cuando en cuando.
– Bueno, suficiente – sentencio rotundamente y me levanto.
Él gime pidiendo más y levanta las orejas. Parece mentira, con lo grande que es. Es un perro de caza enorme y marrón de orejas caídas de cuya raza nunca me acuerdo, aunque no es que haya cazado mucho en su vida a excepción de las pelusas de mi cuarto cuando se me olvida pasar la aspiradora.
– No seas quejica – sigo hablándole mientras paso la pierna por encima de su cuerpo para saltarle.
Tumbado ahí en medio como está, no hay otra manera de sortearlo.
Sin embargo, no llego a pasar la segunda pierna. ¿Por qué? Porque me he quedado congelada al ver qué es lo que hay en el mueble de la entrada, lugar donde normalmente dejamos el correo tras cogerlo del buzón. Juraría que ese enorme sobre lacrado había ardido hacía horas en el servicio de señoras del Back Stage.
Casi me caigo cuando Sandocán se levanta, por supuesto en medio de mis piernas. Por suerte, me da tiempo a sostenerme a la pata coja antes de llevarme el morrazo. Ya con los dos pies en el suelo, cojo el sobre con tanto cuidado como si fuera una mina y lo miro. No hay duda, es idéntico. Hasta las curvas de mi nombre parecen clónicas. ¿Cómo ha podido esto acabar en casa? ¿Mi madre se habrá dado cuenta?
– ¿Mamá? – pregunto en alto.
La escucho chillar algo desde el salón. Me imagino que será lo de siempre: que deje de llamarla a grito pelado por toda la casa. Irónico, ¿eh? Aún sujetando el sobre, voy hasta donde está ella.
– Hola – saludo de nuevo, antes de decir nada más.
– Hola, cielo – contesta ella mientras se levanta del sofá.
Está viendo uno de los programas del corazón que tanto le gustan y de los que yo huyo siempre que puedo. Evito estremecerme cuando mi vista pasa momentáneamente por el televisor y me apresuro en contestarla:
– Bueno, podría haber ido mejor – digo simplemente, no necesita más explicaciones –. Oye, ¿has revisado ya el correo? – voy directa al grano.
– Sí, está en el mueble de la entrada – me contesta.
– ¿Había algo para mí? – digo entonces –. ¿Algo en un sobre grande? – insisto.
– No, todo eran facturas. ¿Esperabas algo? – pregunta sin darle demasiada importancia.
– Sí – respondo tratando de sonar convincente –, pedí una revista hace algún tiempo. – Miento, dicha revista no existe.
– ¿Ah, sí? Pues no me suena haber visto nada. Está todo en el pasillo, revísalo si quieres.
– Vale, gracias – contesto y me alejo pasillo adelante.
No necesito volver a mirar el montón, el sobre sigue en el mismo sitio. Mamá ni se ha fijado en él. No tengo claro si es porque es sólo visible para su destinatario, para hadas (y medio hadas) o es que no se ha fijado bien. Tampoco sé si ese sobre ha estado todo el tiempo ahí, con las demás cartas, o ha sido un suceso más reciente (con magia de por medio) y ha aparecido él solito cuando mamá ya había repasado el montón.
El caso es que vuelvo a tener un sobre del que me quiero deshacer. Lo cojo y me lo guardo bajo el brazo mientras subo las escaleras que llevan a mi habitación.
Vivo en un dúplex no demasiado grande pero más que suficiente para tres (y un perro). Como a mamá le molesta subir escaleras, me pedí el piso de arriba cuando nos mudamos. Así tengo mi espacio y ella el suyo. En el piso de arriba sólo está mi cuarto y un aseo. En el de abajo, aparte del dormitorio principal, mamá se quedó con los dos cuartos extra para montar un estudio para Jon, su pareja, y la sala insonorizada donde ella toca el piano.
Por si no lo había mencionado antes, mi madre es profesora de música. Antes era pianista, pero dejó lo de los conciertos cuando se enamoró de mi padre. Ahora se conforma con la enseñanza en un colegio público cercano. Nos va bastante bien.
Llego a mi cuarto y dejo pasar a Sandocán antes de cerrar la puerta, que no sé cómo todavía tiene energía para subir escaleras. Él se planta en medio de la alfombra, con lo que tengo que volver a saltar por encima suyo para llegar a mi cama.
Me tiro sobre el edredón y cojo postura. Así que aquí estamos de nuevo la carta y yo (y Sandocán dormitando en la alfombra). Con la que casi armo en el Back Stage al deshacerme de ella y vuelve a estar en mis manos. Me quedo mirándola largo rato. Por un segundo, dudo en si debería de abrirla, pero cambio de opinión casi al instante siguiente. Es pensar en el Reino Onírico y me estremezco. Suspiro mientras cojo la carta por el centro y, de un fuerte tirón, consigo partirla en dos (al segundo intento).
Sandocán levanta una oreja al escuchar el rasgar del papel y ladea la cabeza, como preguntándose qué demonios estoy haciendo. A veces parece mucho más expresivo que algunas personas que conozco.
Mientras tanto, yo voy amontonando bien los trocitos de papel, los troceo un poco más y los tiro a la papelera. Aunque el papel venga del Reino Onírico me imagino que se reciclará igual que el común y mundano.
Bueno, creo que es hora de que vaya pensando en cenar algo. Miro a Sandocán, que aprovecha para bostezar, y me levanto de la cama. Salgo del cuarto y bajo las escaleras con el perro pisándome los talones. Allá donde yo voy, siempre me sigue. Al menos, dentro de casa. De milagro no nos matamos antes de llegar abajo. Tiene talento especial para enredarse con mis piernas. Por suerte, tengo años de práctica, muchos años.
Soy capaz de oler la cena nada más pongo un pie en el piso inferior. Mamá se me ha adelantado y ha escogido el menú. Es pescado, salmón diría yo. Mis sospechas se confirman en cuanto entro en la cocina. Tiene muy buena pinta.
Cenamos juntas mientras nos vamos contando qué tal nos ha ido el día, esta vez con algo más de detalle que nuestra breve conversación de antes. Las cenas en casa han adquirido el grado de ritual sagrado, sobre todo cuando Jon no está, como ocurre ahora. Es el único momento donde realmente estamos reunidos a lo largo de la semana. Los fines de semana el ritual se adelanta a la hora de comer. Ninguno estamos por la labor de estar en casa un sábado a las diez, salvo causas puntuales y justificadas como la gripe.
– Hoy he tenido un examen con dos clases. No tengo ni ganas de ponerme a corregirlos – comenta airada.
Siempre se queja de que los alumnos no tienen suficiente respeto por su asignatura. Mi opinión es que, además de eso, ella también puede ser muy estricta. Simplemente le apasiona y espera que los demás adquieran o muestren su misma pasión.
– Deberías plantearte meterles un poco menos de caña – sugiero.
De reojo, observo cómo Sandocán me pone ojitos suplicantes. Si yo me tuviera que comer ese pienso tan asqueroso, también suplicaría.
– Me niego – responde ella indignada, dando un golpe en la mesa que me sobresalta –. Lo que les enseño es lo mínimo indispensable.
El problema es que el rango de indispensable de mi madre es demasiado amplio para un simple estudiante de instituto.
– Vale, vale. Tú eres la profe – digo cortando por lo sano.
Hace mucho que renegué de ganarme la vida con la música. No es que la odie, pero no es la razón de mi existencia. Me gusta cantar, pero en la ducha. Tengo nociones básicas de piano y violín, que jamás pondré en práctica. En cuanto tuve voluntad para negarme a seguir con las clases, así lo hice. Al final, mi madre tuvo que hacerme caso. Estaba claro que yo estaba más orientada a las matemáticas, la lógica y los ordenadores.
Sé que mi madre se llevó una tremenda decepción cuando decidí lo que realmente quería estudiar. Dado el padre biológico que tengo, ella se esperaba que fuese igual de apasionada por las actividades creativas que él, ya que es el comportamiento típico de las hadas. Revolotean sin remedio alrededor de los focos de pasión, como polillas en la luz.
En ocasiones, cuando un artista se refiere a alguien como “su musa”, quizá no va tan desencaminado. Ahora, eso no quiere decir que todas las hadas se dediquen a eso. Las hay de las que prefieren generar discordia y terror antes que buenos pensamientos. Todo sentimiento es poderoso y hace que ganen fuerzas de igual manera. El hombre del saco o el monstruo de debajo de la cama a veces existen y no siempre es sólo cosa de niños.
– Por cierto, mamá, ¿cuándo volvía Jon? – Sí, estoy cambiando de tema de forma radical.
– La semana que viene – contesta ella –, pero se queda muy poco.
De repente su indignación se ha convertido en una ligera tristeza. Le echa de menos, como era de esperar.
– ¿Otro congreso?
– Sí… A ver si esta maldita racha se acaba pronto.
Me abstengo de añadir nada más, porque es de esos momento en lo que todo lo que diga puede ser utilizado en mi contra. 
Jon es la pareja de mamá desde que tengo memoria. De hecho, la idea de regalarme a Sandocán fue cosa suya. No sé cómo asimiló mi desaparición, ya que mantenemos lo de mis genes no humanos en secreto. El caso es que son tal para cual. La única razón por la que no tienen una relación más formal que un registro de parejas es porque mi madre tiene fobia a pasar por un altar de verdad. La verdad es que no sé si mis padres llegaron a casarse o no. Jamás escuché la palabra divorcio o separación. Puede que lo guardaran muy en secreto o que ni siquiera fuera necesario.
Sandocán gime tan bajito que sólo yo puedo oírle. Mamá ni siquiera gira la vista. En cuanto sabe que yo me he dado cuenta y le vigilo por el rabillo del ojo, el muy listo se relame dejándome bien claro qué es lo que quiere.
– ¿Me pasas agua, por favor? – pido, señalando a la jarra que se ha quedado en el mesado. Se nos ha olvidado ponerla en la mesa.
Mamá se gira para cogerla y yo aprovecho la ocasión para lanzarle un trozo de mi cena al perro. Es visto y no visto. Hasta dudo que haya rozado el suelo.
Nota mental: sugerirle a mamá otra marca de pienso.
Después de ayudar a recoger, aunque el lavavajillas hace la mayor parte del trabajo, me toca recuperar mi mochila de la entrada y cargar con ella hasta mi cuarto. Tengo que hacer el último esfuerzo del día y repasar los apuntes para mañana. Esta vez no permito a Sandocán venir conmigo, me acabaría distrayendo. Le abriré la puerta cuando me vaya a ir a dormir. Le gusta dormir a los pies de mi cama. Es mi peculiar guardaespaldas peludo.
Sí, no tengo una vida interesante. De hecho, lucho porque así sea. Me gusta mi normalidad, mi rutina.
Me encierro en mi cuarto, enciendo la luz, saco el portátil, me dirijo hacia mi escritorio y…
Un sudor frío me recorre de arriba abajo. Sujeto el ordenador bien fuerte contra mi pecho para que no se me caiga.
Ahí, perfectamente alineada con el borde de la mesa, hallábase la carta. La maldita carta. Por supuesto, intacta.


martes, 1 de octubre de 2013

Uno (I)

Uno


«Las hadas no existen y, si se empeñan en hacerlo, ignóralas.»

            Mi nombre completo es Alethia Emelia Karen de Phantasos y enterarme fue el primer gran susto de mi vida. Por cierto, al primero que me llame así, le dejo sin muelas. Después ya negociaremos los costes del dentista.
Al parecer fue idea de mi padre, al que conocer lo que es conocer, realmente no conozco del todo. Recuerdo demasiado poco de esa figura alta y, curiosamente, con tendencia a salir borrosa en las pocas fotos que mi madre consiguió sacarle (casi preparándole emboscadas). Mi madre aplaudió la idea, así que aquí me tenéis. Tengo tres nombres y tan poco corrientes que no sé cómo es que les dejaron inscribirme en el registro. Tengo una pequeña teoría que vuelve a implicar a mi padre y su peculiar técnica de persuasión, que mala no es si ha conseguido a convencer a la cabezota de mi madre y al señor que me metió en el sistema. Lo que más me sorprende a día de hoy es que el sistema no diera problemas.  
Sin embargo, para mi infortunio, el nombre no fue el único “legado” que mi padre me dejó antes de esfumarse de mi vida, detalle por el cual a veces le guardo un poco de resquemor. De hecho, no sabría decir si le guardo más resquemor por que se fuera o por hacer que yo me sienta un bicho raro cada vez que alguien se da cuenta de lo peculiar de mis rasgos.
El primero de ellos, para empezar suave, son mis ojos azules. Sí, bueno, nada especial en apariencia. El caso es que… tienen la curiosa manía de brillar cuando hay luna llena. La de veces que he tenido que soportar bromitas de si es por ser hombre lobo o vampiro. Idiotas, si ellos supieran…
El segundo fue que, cuando me vino mi primer periodo, se me revolucionaron las hormonas y… mi pelo pasó de un azabache precioso como el de mi madre a un tono berenjena oscuro y desconcertante que, junto con los ojos, parece empeñarse en destacar sobre la oscuridad. Sí, no necesito pinturas fluorescentes para que se fijen en mí si camino de noche por la carretera, las tengo de serie.
Mi madre no pudo enamorarse de otra persona, no. Tuvo que escoger a un… un… Bueno, al parecer es de linaje noble y de lo que ellos llaman “el Reino Onírico”, el reino de los sueños, que, hablando claro, es el mundo de las hadas. ¿A que ahora ya no tiene tan poco sentido eso del pelo morado? Y, sí, mi padre es un… “hado”, lo que me convierte a mí en algo muy raro. Medio hada, medio humana. Todavía estoy digiriendo ese estado, así que no sé cómo llamarme a mí misma.
Pero, si ya pensáis que esto raya el límite de la cordura, mejor no sigáis leyendo, porque todavía no os he hablado de mis capacidades extrasensoriales (a veces, tremendamente molestas). Pequeños flashes que no deberían de suceder, unas alas ocultas bajo una chaqueta que nadie percibe, animales antropomorfos que cogen el metro para ir a trabajar o extrañas mascotas camufladas bajo la apariencia de un tierno terrier. Quizá el artista callejero con sus marionetas en verdad esconde unos pies de fauno bajo el largo abrigo. Puede que la profesora de literatura que tanta manía me tenía tuviera algo más de ogro que el sentido figurado. Incluso me planteo una teoría bastante consistente sobre la vecina agorafóbica del piso de arriba obsesionada con los gatos. Actualmente, el mejor uso que le encuentro a esto es para asegurarme de que estoy en contacto de hadas el menor tiempo posible. Cuanto más lejos de sus problemas y sus rollos de cortes, mejor para mi salud (tanto mental, como física). Pero, es curioso, no siempre les tuve tanta “alergia”.
Cuando era pequeña tenía tantos amigos imaginarios (o al menos el resto del mundo pensaba que sí lo eran) que no tenía interés en hacerlos de carne y hueso. Era más divertido hablar con las hadas, ¿verdad? Sí, yo pensaba lo mismo hasta que, bueno, algo me hizo cambiar de opinión de forma radical. Pasé de aceptar mis ojos azules (el pelo morado vino más tarde) a tratar de convencer a mi madre de que me dejara usar cualquier tipo de lentillas. Años más tarde descubrí que ni las lentillas cubrían el brillo, al igual que también averigüé por las malas que el morado de mi pelo prevalece incluso con el más profundo de los tintes.
Pero, ¿qué puede ser tan traumático para una niña como para decidir que no quiere mezclarse con hadas durante lo que le queda de vida? Bien, ese fue el día en que descubrí el último de los dones que heredé de mi padre  y fue cuando, sin querer, sin saber ni entender, me catapulté de forma imprevista al Reino Onírico, del cual a día de hoy todavía no sé salir de forma voluntaria.
Allí aprendí varias de las lecciones más importantes de mi vida. Primera: no todas las hadas son buenas. Segunda: si alguien te ofrece ayuda, duda dos veces y recela otras dos. Tercera: tu nombre es poder, así que no lo compartas con nadie (gracias a dios que no soy capaz de usarlo entero). Cuarta: si puedes evitarlo, no vuelvas allí; si no has podido, sal en cuanto tengas ocasión. Quinta: nunca y bajo ningún concepto ofendas a nadie, porque tienen muy mal gusto a la hora de imaginar castigos. Por suerte no llegué a sufrir ninguno. Era pequeña pero lista. No obstante, sí tuve que presenciar uno antes de, mágicamente, vaporizarme de nuevo para reaparecer en mi casa. Fueron las peores tres horas de mi existencia.
Lo más curioso de todo es que el primero de mis nombres, Alethia, es la versión arcaica de Alicia. Cuando descubrí eso empecé a sospechar que mi padre tenía un muy mal sentido del humor. Era como si hubiera previsto que yo iba a heredar ese don que aborrezco.    Soy una Alicia moderna que no quiere saber nada de Wonderland. Lo malo es que yo no necesito meterme en ninguna madriguera para aparecer en ese lugar de locos.
Después de que eso sucediera, me negué a salir de mi cuarto en tres días. Mi madre tuvo que obligarme a comer, pero me tuvo que traer la comida hasta allí. Fui una bolita temblequeante escondida bajo dos mantas hasta que, al fin, tomé una decisión, y fue la de no querer volver a saber nada más de ese sitio. Lo malo que era que ese sitio se empeñaba demasiado a menudo en querer saber de mí. Por suerte, no volví a teleportarme allí al menos en una temporada. A la semana siguiente de lo ocurrido, me regalaron a Sandocán. Así fue como terminé teniendo perro y un amigo de carne y hueso. No era una persona, pero iba mejorando. Ese día también dejé atrás los amigos invisibles.
Así que aquí me tenéis, un espécimen único en el mundo, tanto que de pequeña tenía que sufrir los tintes de pelo una vez por semana sólo para que mis compañeros no empezaran a hacer preguntas que a esa edad yo no sabía contestar. Ahora, si alguien lo hace, simplemente digo que me parecía más disimulado que el ponérmelo verde. Pero claro, las cosas son muchos más sencillas cuando se te acercas más a los 25 que a los 15. Tras pasar la adolescencia, una etapa bastante crítica en mi pequeño universo al margen del mundo conocido, donde tenía problemas un pelín más serios que el acné, las cosa parecieron normalizarse. Sí, al fin estaba a gusto con mi vida, con mis estudios, con mis amigos (los cuales, por cierto, no tienen ni idea de todo este tinglado), cuando, de nuevo, todo se va al traste, como suele suceder en estas circunstancias. ¿Y por culpa de quién? Oh, os dejaré que lo adivinéis, y creo que no tengo que daros ni la primera letra.
Exacto, muy bien. Hadas. Otra vez.
Todo comienza un jueves a las cinco en el “Back Stage”, hora en la que la mayor parte de los universitarios (o al menos la parte que se toma en serio eso de la universidad) tenemos el cerebro a medio fundir y sólo nos apetece estar sentados y charlar del largo día que, para mí en cuestión, empieza a las 6 de mañana con el despertador y las patazas de Sandocán sobre el edredón. Se trata de una cafetería normalita con la única peculiaridad de que es la más cercana a la facultad, así que se ha convertido en un nido de estudiantes y en la sede no oficial de los mayores campeonatos clandestinos de Mus. Tal y como nos han diseñado el horario, algo hay que hacer en las horas libres, ¿no?
Yo me encuentro en mi esquina favorita, justo al lado contrario de la enorme televisión. Así sé que, por el efecto imán que tiene la caja tonta, tengo más posibilidades de pasar desapercibida, que es mi objetivo, y además puedo observar con tranquilidad quienes entran al local. La barra está a la derecha y, como siempre, abarrotada. Al lado izquierdo se extiende el primer nivel de mesas. Al fondo está la puerta y, justo al lado contrario, las escaleras hacia el nivel superior que, a las horas críticas, se utiliza como comedor, pero que ahora mismo no tiene una función distinta que la del primer nivel salvo que está más escondida. No hace falta mencionar que ahí es donde me encuentro, ¿verdad?
 Miro el reloj por quinta vez y bufo. Como siempre, Daniel llega tarde y, para variar, Helena llegará más tarde todavía. Pero mientras mi mayor problema sea que esos dos no saben mirar el reloj (o lo miran pero les da igual), me puedo dar con un canto en los dientes.
Es en ese preciso momento, mientras les espero, cuando lo veo entrar en la cafetería. Inconscientemente, me encojo en mi sitio, como cada vez que veo algo así. Después, clavo los ojos en la cosa para leer más próxima que encuentro, que en esta ocasión es el menú, pero a veces me ha servido hasta el prospecto del bote de analgésicos.  No quiero mirarle, no puedo mirarle. Si le miro sabrá que sé que está ahí,  y las personas normales no pueden ver a través del manto onírico. Para el resto del mundo ahí no hay nadie o no tiene el mismo aspecto que yo veo, o es un tipo tan normal que nadie se fija en él.
Así que ese tipo de ahí no es ningún paje con capa de terciopelo, florete y orejas picudas y, por supuesto, no lleva una trenza azul hasta las caderas, no, es un… un repartidor, eso es, y reparte… reparte…
 Oh, no, ¿me está mirando? ¿Viene hacia aquí? No, seguro que no, seguro que… sólo está de paso. Seguro que no me he fijado bien y hay algún duende cleptómano camuflado entre los estudiantes.
Pero me quedo sin excusas creíbles en cuanto se para delante de mi mesa y su sombra cae sobre mí obligándome a levantar los ojos de la carta y a clavarlos en él. Mierda.
– Hola – saludo, y le regalo una sonrisa bastante ácida, la que sugiere sin decir nada un “dime qué quieres y por qué me molestas”, pero con mejor educación.
Ante mi agrio saludo, y haciendo que casi me caiga de la silla, el tipo se inclina con una profunda reverencia en la que casi toca el cenicero con la barbilla. Me apresuro a mirar con urgencia a ambos lados. No parece que nadie se haya dado cuenta, menos mal. Eso significa que soy la única que lo veo… o igual simplemente ha sido casualidad. Nunca soy capaz de distinguirlo por completo. Por si acaso, antes de que el tipo se ponga a hablar, me apresuro a engancharme el auricular del manoslibres en la oreja. No quiero parecer loca, o más todavía de lo que ya aparento.
Voy a abrir la boca para para empezar diciendo que sea tenido que equivocar, que no me busca a mí, que tiene que haber un error y que vaya a buscar al bar de enfrente, pero él toma la palabra nada más volver a erguirse:
– ¿Lady Alethia Emilia Karen de Phantasos, hija de Lord Elderian Theneber de Phantasos, Duque de la Casa del Plenilunio?
Escuchar mi nombre completo con tanta pomposidad casi me mata, pero oír cómo ha llamado a mi padre no lo mejora. ¿Casa del Plenilunio? ¿Lady, yo? ¿Pero de dónde han sacado a este tipo? Y, más importante, ¿quién diablos habla así en pleno siglo veintiuno? Hadas tenían que ser…
Aun así, no me queda otra que asentir despacio con la cabeza, hija o no de ese señor, nadie puede tener un nombre tan complicado como el mío. Es curioso porque, lo poco que recuerdo de mi padre, no distaba mucho de cualquier persona normal. Quizá era porque aún no podía ver con claridad tras el velo, pero no recuerdo ningún signo que le hiciera destacar, a excepción del color del pelo y los ojos que yo he heredado.
En fin, el caso es que digo que sí, que esa (supongo) soy yo y, al instante siguiente, tengo ante mí un sobre enorme apergaminado y resplandeciente con un enorme sello lacrado y un escudo de armas que no he visto en la vida. Se trata de media luna fundida con un sol y mucho ornamento alrededor, pero no hay nombres, a excepción del mío propio en perfecta caligrafía llena de filigranas. Bueno, al menos han sido considerados y no han utilizado el alfabeto onírico, el cual no sé leer. Aun así, van listos si creen que por mandarme a un hortera con una carta van a hacer que entre en sus juegos, ¡ni soñarlo!
Sonrío, y le doy las gracias por su labor y espero a que él repita la pomposa reverencia, casi tire el cenicero y, para mi alivio, termine dejando el establecimiento al mismo ritmo al que llegó. Sólo entonces, cuando le veo cruzar la calle y perderse en la multitud, me permito resoplar profundamente y coger una buena bocanada de aire justo al instante siguiente. No me había dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración hasta ahora.
El caso es que el sobre sigue delante de mí, resplandeciente y perfectamente alineado con la mesa. Chasqueo la lengua y, acto seguido, miro a ambos lados. Todo el local sigue a lo suyo, como si nadie hubiera entrado y salido de él.
¿Qué hago con él? ¿Lo tiro en el paragüero? No, no, no quiero que lo encuentren sin querer. ¿Se lo doy a las camareras para que lo tiren a la basura? No, no, demasiado sospechoso. ¿Salgo afuera y me deshago de él en una esquina? No, que igual el paje repipi sigue por ahí. Me estoy quedando sin opciones. ¿Lo hago trocitos y me lo como? No, muy indigesto…
¡Ah, ya sé!
Con disimulo, todo el que puedo tener, cojo el sobre, lo meto en el bolso, hago como que necesito ir al baño y, una vez dentro, tranco bien el pestillo y tapo la alarma de incendios con un calcetín. No, no fumo, pero nunca está de más llevar un mechero de propaganda en el bolso. Mi bolso está lleno de cosas extrañas cuya mayor utilidad viene a ser cuando me pierdo en el Reino Onírico.
Total, que me deshago de él en el aseo de señoras. Sí, sin tan siquiera mirar qué hay dentro. No me interesa, no quiero saberlo. Las hadas traen problemas, siempre. Es casi más exacto que la Ley de Gravedad. De hecho, lo troceo y lo quemo lo suficiente para que sea un amasijo de cenizas apenas irreconocible y que, por supuesto, de mi nombre no queden ni las iniciales.
Me acuerdo de recoger el calcetín justo antes de abrir de nuevo el cerrojo. He tenido que esperar a que el humo se disipara un poco. Cuando salgo fuera y me vuelvo a sentar, al fin veo a Daniel entrar en el local. Miro el calcetín que aún tengo en la mano. Lo sujeto aún con más fuerza porque la tentación de tirárselo es demasiado fuerte (llega una hora tarde, ¡una hora!) y decido que es mejor volver a ponérmelo.
– Hola, al fin te dignas a aparecer – escupo en cuanto se sienta.
– Lo siento, pero hubo avería en el metro. Tuvimos que esperar dentro y…
– Las averías del metro son demasiado frecuentes en tu línea.
– ¡Eh! Que no es mi culpa.
– Sí, pero el trabajo no se hace solo. Menos mal que ya he empezado a leer algo.
– ¿Ah, sí? ¿De qué?
– Del ritual de apareamiento del mejillón cebra – respondo.
– ¿Qué?  – pregunta él confundido momentáneamente.
– ¡Pues de qué va a ser! De la bibliografía, hombre. Que tenemos que acabar esto para la semana que viene. ¿Acabaste tu parte?
– Sí, bueno, a medias…
– Define “a medias”.
– He estado… redactando la introducción y… – dice mientras saca una libreta escrita con letra temblorosa y llena de tachones mal hechos.
Casi casi como si lo hubiera escrito sobre la marcha, de pie y en un vagón de metro traqueteante.
– Lo has venido escribiendo por el camino, ¿no?
–Sí... – admite en el momento en el que le sacudo la libreta delante de las narices.
– Entonces no había avería en el metro, ¿correcto? – prosigo mientras la suelto en la mesa.
El da un saltito en la silla y agacha la cabeza. 
– S… No. – Al fin lo admite, es un paso.
– Vale, oficialmente me debes una cerveza. Ahora pongámonos a trabajar – concluyo y saco un grueso libro de la mochila –. El capítulo siete y el once son interesantes. Vete echándoles un ojo. Yo empezaré con éste. – Señalo mi propio libro, tan grande que tengo que puedo poner el portátil encima y aún sobresale por las esquinas –. Y te juro que pienso matar a Helena como tarde mucho más…
Agarro el libro, lo abro por la mitad y empiezo a buscar la página por la que me quedé. En ese momento, la campanilla de la puerta suena y, hablando de la reina de Roma…
– ¡Hola! – saluda Helena con una radiante sonrisa mientras se sienta en la última silla libre –. Siento haber tardado pero no encontraba sitio para aparcar y…
– Volviste a perder las llaves debajo del sofá, ¿no? – afirmo mientras paso la página.
Helena se queda congelada en el sitio.
– ¿Qué te hace pensar eso? Sólo he tardado un poco más de la cuen…
Alzo los ojos momentáneamente, ella se detiene a media frase. Yo tomo la palabra:
– Se te cayeron y has puesto la casa patas arriba hasta que las encontraste. Lo más probable es que fuera anoche mientras te quedabas enganchada al maratón de cine de terror del Canal Ocho. ¿Me equivoco? – insisto mientras resoplo.
– ¿Cómo lo…?
– ¡Ajá! – dice Daniel acusadoramente mientras la señala con el dedo.
Un par de personas se giran para mirarle y yo le miro severamente para que se controle.
– Todavía no sé cómo lo hace – admite Daniel a Helena.
Sí, les maravilla mi pequeña habilidad para detectar mentiras. Cuando alguien me miente, si es humano, me es muy fácil ver la verdad en sus ojos. A veces es tan completa que da miedo. Es un recurso intimidatorio interesante. La mayor parte se queda boquiabierta, pero tengo que controlarme porque más de uno me ha acusado de espionaje. Como si no tuviera mejores cosas que hacer.
– Bueno, dejémonos de tonterías. ¿Has hecho tu parte? – pregunto directamente a Helena levantando ligeramente la vista de mi lectura.
– S…No… –. No me lo puedo creer.
– Manda huevos – se me escapa.

Esta tarde va a ser verdaderamente larga.