Uno
«Las hadas no existen y, si se
empeñan en hacerlo, ignóralas.»
Mi
nombre completo es Alethia Emelia Karen de Phantasos y enterarme fue el primer
gran susto de mi vida. Por cierto, al primero que me llame así, le dejo sin
muelas. Después ya negociaremos los costes del dentista.
Al parecer fue idea de mi padre, al que
conocer lo que es conocer, realmente no conozco del todo. Recuerdo demasiado
poco de esa figura alta y, curiosamente, con tendencia a salir borrosa en las
pocas fotos que mi madre consiguió sacarle (casi preparándole emboscadas). Mi
madre aplaudió la idea, así que aquí me tenéis. Tengo tres nombres y tan poco
corrientes que no sé cómo es que les dejaron inscribirme en el registro. Tengo
una pequeña teoría que vuelve a implicar a mi padre y su peculiar técnica de
persuasión, que mala no es si ha conseguido a convencer a la cabezota de mi
madre y al señor que me metió en el sistema. Lo que más me sorprende a día de
hoy es que el sistema no diera problemas.
Sin embargo, para mi infortunio, el
nombre no fue el único “legado” que mi padre me dejó antes de esfumarse de mi vida,
detalle por el cual a veces le guardo un poco de resquemor. De hecho, no sabría
decir si le guardo más resquemor por que se fuera o por hacer que yo me sienta
un bicho raro cada vez que alguien se da cuenta de lo peculiar de mis rasgos.
El primero de ellos, para empezar suave,
son mis ojos azules. Sí, bueno, nada especial en apariencia. El caso es que…
tienen la curiosa manía de brillar cuando hay luna llena. La de veces que he tenido
que soportar bromitas de si es por ser hombre lobo o vampiro. Idiotas, si ellos
supieran…
El segundo fue que, cuando me vino mi
primer periodo, se me revolucionaron las hormonas y… mi pelo pasó de un azabache
precioso como el de mi madre a un tono berenjena oscuro y desconcertante que,
junto con los ojos, parece empeñarse en destacar sobre la oscuridad. Sí, no
necesito pinturas fluorescentes para que se fijen en mí si camino de noche por
la carretera, las tengo de serie.
Mi madre no pudo enamorarse de otra
persona, no. Tuvo que escoger a un… un… Bueno, al parecer es de linaje noble y
de lo que ellos llaman “el Reino Onírico”, el reino de los sueños, que,
hablando claro, es el mundo de las hadas. ¿A que ahora ya no tiene tan poco
sentido eso del pelo morado? Y, sí, mi padre es un… “hado”, lo que me convierte
a mí en algo muy raro. Medio hada, medio humana. Todavía estoy digiriendo ese
estado, así que no sé cómo llamarme a mí misma.
Pero, si ya pensáis que esto raya el
límite de la cordura, mejor no sigáis leyendo, porque todavía no os he hablado
de mis capacidades extrasensoriales (a veces, tremendamente molestas). Pequeños
flashes que no deberían de suceder, unas alas ocultas bajo una chaqueta que
nadie percibe, animales antropomorfos que cogen el metro para ir a trabajar o
extrañas mascotas camufladas bajo la apariencia de un tierno terrier. Quizá
el artista callejero con sus marionetas en verdad esconde unos pies de fauno
bajo el largo abrigo. Puede que la profesora de literatura que tanta manía me tenía
tuviera algo más de ogro que el sentido figurado. Incluso me planteo una teoría
bastante consistente sobre la vecina agorafóbica del piso de arriba obsesionada
con los gatos. Actualmente, el mejor uso que le encuentro a esto es para
asegurarme de que estoy en contacto de hadas el menor tiempo posible. Cuanto
más lejos de sus problemas y sus rollos de cortes, mejor para mi salud (tanto
mental, como física). Pero, es curioso, no siempre les tuve tanta “alergia”.
Cuando era pequeña tenía tantos amigos
imaginarios (o al menos el resto del mundo pensaba que sí lo eran) que no tenía
interés en hacerlos de carne y hueso. Era más divertido hablar con las hadas,
¿verdad? Sí, yo pensaba lo mismo hasta que, bueno, algo me hizo cambiar de
opinión de forma radical. Pasé de aceptar mis ojos azules (el pelo morado vino
más tarde) a tratar de convencer a mi madre de que me dejara usar cualquier
tipo de lentillas. Años más tarde descubrí que ni las lentillas cubrían el
brillo, al igual que también averigüé por las malas que el morado de mi pelo
prevalece incluso con el más profundo de los tintes.
Pero, ¿qué puede ser tan traumático para
una niña como para decidir que no quiere mezclarse con hadas durante lo que le
queda de vida? Bien, ese fue el día en que descubrí el último de los dones que
heredé de mi padre y fue cuando, sin querer, sin saber ni entender, me
catapulté de forma imprevista al Reino Onírico, del cual a día de hoy todavía
no sé salir de forma voluntaria.
Allí aprendí varias de las lecciones más
importantes de mi vida. Primera: no todas las hadas son buenas. Segunda: si
alguien te ofrece ayuda, duda dos veces y recela otras dos. Tercera: tu nombre
es poder, así que no lo compartas con nadie (gracias a dios que no soy capaz de
usarlo entero). Cuarta: si puedes evitarlo, no vuelvas allí; si no has podido,
sal en cuanto tengas ocasión. Quinta: nunca y bajo ningún concepto ofendas a
nadie, porque tienen muy mal gusto a la hora de imaginar castigos. Por suerte
no llegué a sufrir ninguno. Era pequeña pero lista. No obstante, sí tuve que
presenciar uno antes de, mágicamente, vaporizarme de nuevo para reaparecer en
mi casa. Fueron las peores tres horas de mi existencia.
Lo más curioso de todo es que el primero
de mis nombres, Alethia, es la versión arcaica de Alicia. Cuando descubrí eso
empecé a sospechar que mi padre tenía un muy mal sentido del humor. Era como si
hubiera previsto que yo iba a heredar ese don que aborrezco. Soy una Alicia moderna que no quiere saber
nada de Wonderland. Lo malo es que yo no necesito meterme en ninguna madriguera
para aparecer en ese lugar de locos.
Después de que eso sucediera, me negué a
salir de mi cuarto en tres días. Mi madre tuvo que obligarme a comer, pero me
tuvo que traer la comida hasta allí. Fui una bolita temblequeante escondida
bajo dos mantas hasta que, al fin, tomé una decisión, y fue la de no querer volver
a saber nada más de ese sitio. Lo malo que era que ese sitio se empeñaba
demasiado a menudo en querer saber de mí. Por suerte, no volví a teleportarme
allí al menos en una temporada. A la semana siguiente de lo ocurrido, me
regalaron a Sandocán. Así fue como terminé teniendo perro y un amigo de carne y
hueso. No era una persona, pero iba mejorando. Ese día también dejé atrás los
amigos invisibles.
Así que aquí me tenéis, un espécimen
único en el mundo, tanto que de pequeña tenía que sufrir los tintes de pelo una
vez por semana sólo para que mis compañeros no empezaran a hacer preguntas que
a esa edad yo no sabía contestar. Ahora, si alguien lo hace, simplemente digo
que me parecía más disimulado que el ponérmelo verde. Pero claro, las cosas son
muchos más sencillas cuando se te acercas más a los 25 que a los 15. Tras pasar
la adolescencia, una etapa bastante crítica en mi pequeño universo al margen
del mundo conocido, donde tenía problemas un pelín más serios que el acné, las
cosa parecieron normalizarse. Sí, al fin estaba a gusto con mi vida, con mis
estudios, con mis amigos (los cuales, por cierto, no tienen ni idea de todo
este tinglado), cuando, de nuevo, todo se va al traste, como suele suceder en
estas circunstancias. ¿Y por culpa de quién? Oh, os dejaré que lo adivinéis, y
creo que no tengo que daros ni la primera letra.
Exacto, muy bien. Hadas. Otra vez.
Todo comienza un jueves a las cinco en el
“Back Stage”, hora en la que la mayor parte de los universitarios (o al menos
la parte que se toma en serio eso de la universidad) tenemos el cerebro a medio
fundir y sólo nos apetece estar sentados y charlar del largo día que, para mí
en cuestión, empieza a las 6 de mañana con el despertador y las patazas de
Sandocán sobre el edredón. Se trata de una cafetería normalita con la única
peculiaridad de que es la más cercana a la facultad, así que se ha convertido
en un nido de estudiantes y en la sede no oficial de los mayores campeonatos clandestinos
de Mus. Tal y como nos han diseñado el horario, algo hay que hacer en las horas
libres, ¿no?
Yo me encuentro en mi esquina favorita,
justo al lado contrario de la enorme televisión. Así sé que, por el efecto imán
que tiene la caja tonta, tengo más posibilidades de pasar desapercibida, que es
mi objetivo, y además puedo observar con tranquilidad quienes entran al local. La
barra está a la derecha y, como siempre, abarrotada. Al lado izquierdo se
extiende el primer nivel de mesas. Al fondo está la puerta y, justo al lado
contrario, las escaleras hacia el nivel superior que, a las horas críticas, se
utiliza como comedor, pero que ahora mismo no tiene una función distinta que la
del primer nivel salvo que está más escondida. No hace falta mencionar que ahí
es donde me encuentro, ¿verdad?
Miro
el reloj por quinta vez y bufo. Como siempre, Daniel llega tarde y, para
variar, Helena llegará más tarde todavía. Pero mientras mi mayor problema sea
que esos dos no saben mirar el reloj (o lo miran pero les da igual), me puedo
dar con un canto en los dientes.
Es en ese preciso momento, mientras les
espero, cuando lo veo entrar en la cafetería. Inconscientemente, me encojo en
mi sitio, como cada vez que veo algo así. Después, clavo los ojos en la cosa
para leer más próxima que encuentro, que en esta ocasión es el menú, pero a
veces me ha servido hasta el prospecto del bote de analgésicos. No quiero mirarle, no puedo mirarle. Si le
miro sabrá que sé que está ahí, y las
personas normales no pueden ver a través del manto onírico. Para el resto del
mundo ahí no hay nadie o no tiene el mismo aspecto que yo veo, o es un tipo tan
normal que nadie se fija en él.
Así que ese tipo de ahí no es ningún
paje con capa de terciopelo, florete y orejas picudas y, por supuesto, no lleva
una trenza azul hasta las caderas, no, es un… un repartidor, eso es, y reparte…
reparte…
Oh,
no, ¿me está mirando? ¿Viene hacia aquí? No, seguro que no, seguro que… sólo
está de paso. Seguro que no me he fijado bien y hay algún duende cleptómano
camuflado entre los estudiantes.
Pero me quedo sin excusas creíbles en
cuanto se para delante de mi mesa y su sombra cae sobre mí obligándome a
levantar los ojos de la carta y a clavarlos en él. Mierda.
– Hola – saludo, y le regalo una sonrisa
bastante ácida, la que sugiere sin decir nada un “dime qué quieres y por qué me
molestas”, pero con mejor educación.
Ante mi agrio saludo, y haciendo que
casi me caiga de la silla, el tipo se inclina con una profunda reverencia en la
que casi toca el cenicero con la barbilla. Me apresuro a mirar con urgencia a
ambos lados. No parece que nadie se haya dado cuenta, menos mal. Eso significa
que soy la única que lo veo… o igual simplemente ha sido casualidad. Nunca soy
capaz de distinguirlo por completo. Por si acaso, antes de que el tipo se ponga
a hablar, me apresuro a engancharme el auricular del manoslibres en la oreja. No
quiero parecer loca, o más todavía de lo que ya aparento.
Voy a abrir la boca para para empezar
diciendo que sea tenido que equivocar, que no me busca a mí, que tiene que
haber un error y que vaya a buscar al bar de enfrente, pero él toma la palabra
nada más volver a erguirse:
– ¿Lady Alethia Emilia Karen de
Phantasos, hija de Lord Elderian Theneber de Phantasos, Duque de la Casa del
Plenilunio?
Escuchar mi nombre completo con tanta
pomposidad casi me mata, pero oír cómo ha llamado a mi padre no lo mejora.
¿Casa del Plenilunio? ¿Lady, yo? ¿Pero de dónde han sacado a este tipo? Y, más
importante, ¿quién diablos habla así en pleno siglo veintiuno? Hadas tenían que
ser…
Aun así, no me queda otra que asentir
despacio con la cabeza, hija o no de ese señor, nadie puede tener un nombre tan
complicado como el mío. Es curioso porque, lo poco que recuerdo de mi padre, no
distaba mucho de cualquier persona normal. Quizá era porque aún no podía ver
con claridad tras el velo, pero no recuerdo ningún signo que le hiciera
destacar, a excepción del color del pelo y los ojos que yo he heredado.
En fin, el caso es que digo que sí, que
esa (supongo) soy yo y, al instante siguiente, tengo ante mí un sobre enorme
apergaminado y resplandeciente con un enorme sello lacrado y un escudo de armas
que no he visto en la vida. Se trata de media luna fundida con un sol y mucho
ornamento alrededor, pero no hay nombres, a excepción del mío propio en
perfecta caligrafía llena de filigranas. Bueno, al menos han sido considerados
y no han utilizado el alfabeto onírico, el cual no sé leer. Aun así, van listos
si creen que por mandarme a un hortera con una carta van a hacer que entre en
sus juegos, ¡ni soñarlo!
Sonrío, y le doy las gracias por su
labor y espero a que él repita la pomposa reverencia, casi tire el cenicero y,
para mi alivio, termine dejando el establecimiento al mismo ritmo al que llegó.
Sólo entonces, cuando le veo cruzar la calle y perderse en la multitud, me
permito resoplar profundamente y coger una buena bocanada de aire justo al
instante siguiente. No me había dado cuenta de que había estado conteniendo la
respiración hasta ahora.
El caso es que el sobre sigue delante de
mí, resplandeciente y perfectamente alineado con la mesa. Chasqueo la lengua y,
acto seguido, miro a ambos lados. Todo el local sigue a lo suyo, como si nadie
hubiera entrado y salido de él.
¿Qué hago con él? ¿Lo tiro en el
paragüero? No, no, no quiero que lo encuentren sin querer. ¿Se lo doy a las
camareras para que lo tiren a la basura? No, no, demasiado sospechoso. ¿Salgo
afuera y me deshago de él en una esquina? No, que igual el paje repipi sigue
por ahí. Me estoy quedando sin opciones. ¿Lo hago trocitos y me lo como? No,
muy indigesto…
¡Ah, ya sé!
Con disimulo, todo el que puedo tener,
cojo el sobre, lo meto en el bolso, hago como que necesito ir al baño y, una
vez dentro, tranco bien el pestillo y tapo la alarma de incendios con un
calcetín. No, no fumo, pero nunca está de más llevar un mechero de propaganda
en el bolso. Mi bolso está lleno de cosas extrañas cuya mayor utilidad viene a
ser cuando me pierdo en el Reino Onírico.
Total, que me deshago de él en el aseo
de señoras. Sí, sin tan siquiera mirar qué hay dentro. No me interesa, no
quiero saberlo. Las hadas traen problemas, siempre. Es casi más exacto que la
Ley de Gravedad. De hecho, lo troceo y lo quemo lo suficiente para que sea un
amasijo de cenizas apenas irreconocible y que, por supuesto, de mi nombre no
queden ni las iniciales.
Me acuerdo de recoger el calcetín justo
antes de abrir de nuevo el cerrojo. He tenido que esperar a que el humo se
disipara un poco. Cuando salgo fuera y me vuelvo a sentar, al fin veo a Daniel
entrar en el local. Miro el calcetín que aún tengo en la mano. Lo sujeto aún
con más fuerza porque la tentación de tirárselo es demasiado fuerte (llega una
hora tarde, ¡una hora!) y decido que es mejor volver a ponérmelo.
– Hola, al fin te dignas a aparecer –
escupo en cuanto se sienta.
– Lo siento, pero hubo avería en el
metro. Tuvimos que esperar dentro y…
– Las averías del metro son demasiado
frecuentes en tu línea.
– ¡Eh! Que no es mi culpa.
– Sí, pero el trabajo no se hace solo.
Menos mal que ya he empezado a leer algo.
– ¿Ah, sí? ¿De qué?
– Del ritual de apareamiento del
mejillón cebra – respondo.
– ¿Qué? – pregunta él confundido momentáneamente.
– ¡Pues de qué va a ser! De la
bibliografía, hombre. Que tenemos que acabar esto para la semana que viene.
¿Acabaste tu parte?
– Sí, bueno, a medias…
– Define “a medias”.
– He estado… redactando la introducción
y… – dice mientras saca una libreta escrita con letra temblorosa y llena de
tachones mal hechos.
Casi casi como si lo hubiera escrito
sobre la marcha, de pie y en un vagón de metro traqueteante.
– Lo has venido escribiendo por el
camino, ¿no?
–Sí... – admite en el momento en el que
le sacudo la libreta delante de las narices.
– Entonces no había avería en el metro,
¿correcto? – prosigo mientras la suelto en la mesa.
El da un saltito en la silla y agacha la
cabeza.
– S… No. – Al fin lo admite, es un paso.
– Vale, oficialmente me debes una cerveza.
Ahora pongámonos a trabajar – concluyo y saco un grueso libro de la mochila –.
El capítulo siete y el once son interesantes. Vete echándoles un ojo. Yo
empezaré con éste. – Señalo mi propio libro, tan grande que tengo que puedo
poner el portátil encima y aún sobresale por las esquinas –. Y te juro que pienso
matar a Helena como tarde mucho más…
Agarro el libro, lo abro por la mitad y
empiezo a buscar la página por la que me quedé. En ese momento, la campanilla
de la puerta suena y, hablando de la reina de Roma…
– ¡Hola! – saluda Helena con una
radiante sonrisa mientras se sienta en la última silla libre –. Siento haber
tardado pero no encontraba sitio para aparcar y…
– Volviste a perder las llaves debajo
del sofá, ¿no? – afirmo mientras paso la página.
Helena se queda congelada en el sitio.
– ¿Qué te hace pensar eso? Sólo he
tardado un poco más de la cuen…
Alzo los ojos momentáneamente, ella se
detiene a media frase. Yo tomo la palabra:
– Se te cayeron y has puesto la casa
patas arriba hasta que las encontraste. Lo más probable es que fuera anoche
mientras te quedabas enganchada al maratón de cine de terror del Canal Ocho.
¿Me equivoco? – insisto mientras resoplo.
– ¿Cómo lo…?
– ¡Ajá! – dice Daniel acusadoramente
mientras la señala con el dedo.
Un par de personas se giran para mirarle
y yo le miro severamente para que se controle.
– Todavía no sé cómo lo hace – admite
Daniel a Helena.
Sí, les maravilla mi pequeña habilidad
para detectar mentiras. Cuando alguien me miente, si es humano, me es muy fácil
ver la verdad en sus ojos. A veces es tan completa que da miedo. Es un recurso
intimidatorio interesante. La mayor parte se queda boquiabierta, pero tengo que
controlarme porque más de uno me ha acusado de espionaje. Como si no tuviera
mejores cosas que hacer.
– Bueno, dejémonos de tonterías. ¿Has
hecho tu parte? – pregunto directamente a Helena levantando ligeramente la
vista de mi lectura.
– S…No… –. No me lo puedo creer.
– Manda huevos – se me escapa.
Esta tarde va a ser verdaderamente
larga.