sábado, 17 de mayo de 2014

Dos (III)

(música)

            Al fondo creo ver un mostrador un tanto desordenado. Cada vez estoy más segura de que esto es una tienda. Es un lugar un tanto extraño para encontrar una, ya que estamos en medio de un bosque, pero yo no voy a ser quien ponga en duda las viabilidades del negocio de un hada.
            – ¿Hola? – pregunto al aire.
            Por precaución, no vaya  ser que lo ponga en alguno de los letreros que no entiendo, dejo a Sandocán fuera y me aventuro a pasar.
            Tardo unos segundos en escuchar algo más que la escoba barriendo. De hecho, se oye un grito agudo, algo que se cae en avalancha, como un montón de cazuelas, y pasos apresurados y ligeros que salen de la puerta que hay detrás del mostrador.
            Una personita pequeña de enormes orejas picudas, gorro rojo, picudo y con la punta retorcida (que me da la sensación de que no es así de serie), y uniforme verde con un pequeño delantalito negro.
            Me mira, se pone roja. Hace gran esfuerzo por ponerse seria y pone las manos sobre el delantal.
            Me acerco despacio mientras preparo el discurso, pero ella se me adelanta y empieza a hablar. El problema es que no tengo ni idea de lo que está diciendo.
            Ishanat attad everian ashar “Ederim Heatrem”. Nis naitam, suatriam Peppermint.
            Espera, ¿he escuchado Peppermint? Eso es inglés, creo. Sin querer, esbozo una expresión que está a medias entre la confusión y la sorpresa.
            Nos miramos mutuamente en silencio. Parpadeo. Ella también. Sin apartar la vista de mí, tantea el mostrador con la mano hasta que choca contra un tarro con una etiqueta que sigo sin identificar. Quita la tapa, mete la mano, coge un puñado de lo que sea que haya dentro y, antes de que me pueda apartar, me lo sopla en la cara. Una lluvia de polvo brillante me cae encima sin que pueda hacer nada para remediarlo.
            – Agh, ¡pero qué es esto! – protesto mientras trato de cubrirme malamente con las manos. Voy a estar escupiendo brillantina durante las próximas dos horas, lo veo.
            – Polvo de parlotriz cornuda, son cinco onirias – contesta.
            – ¿Cinco qué? – pregunto.
            – Onirias – repite ella.
            Sí, me lo ha dejado todo claro. Espera…
            – ¡Te entiendo! – exclamo de pronto.
            – Eso hace el polvo de parlotriz cornuda… – dice ella, como si fuera lo más obvio del mundo –. Cinco onirias, por favor – insiste.
            – Sigo sin saber qué es eso.
            – O-ni-rias – dice separándome las sílabas y repitiéndolo muy despacio.
            De reojo mira el tarro con el polvo de parlonosequé que me ha lanzado encima, como si dudara de si me había rociado bien. ¿Por qué la gente no entiende que porque repita una palabra que no entiendo más despacio no implica que yo aprenda su significado por ciencia infusa?
            – ¿Aceptas euros? – pruebo, por si acaso. Hasta que me haga con lo que intuyo es la moneda de por aquí, es lo único que tengo. Tendré que añadir un monedero fae a mi kit de supervivencia, pero nunca he llegado al punto de que me pidieran dinero.
            – ¿Euqué? – pregunta ella.
            – Eu-ros – repito, tan despacito como ella ha dicho.
            – Aunque me lo digas despacio no sé qué es eso – dice poniendo los brazos en jarras.
            Manda narices…
            En fin, Thia. Nadie dijo que las hadas tuvieran que ser coherentes. Respira, venga, despacio. Y ahora, vamos a ver cómo sales de aquí.
            – Por cierto, ¿por qué a ti no te he entendido y al troll que me ha traído en tren sí?
            – No sé, igual sabía idiomas – contesta ella encogiéndose de hombros.
            – A todo esto, ¿qué es lo que has dicho antes y qué pinta la hierbabuena en todo esto? – porque es exactamente lo que significa Peppermint.
            – ¡Oh, cierto! Casi se me olvida… – dice mientras vuelve a adquirir la misma pose formal de antes y su voz se vuelve ligeramente más suave.
            Carraspea un poco para aclararse la garganta y empieza a hablar. Solo que, en esta ocasión, sí que entiendo todo:
            – Bienvenida a nuestra nueva sucursal de “La casita encantada”. Yo le atenderé, mi nombre es Peppermit.
            O sea, que es un discurso genérico aprendido de memoria.
            – ¿De verdad te llamas Peppermit? – pregunto sin poder contenerme.
            – Sí – contesta ella sin inmutarse.
            – Pero… ¿eso no es inglés? ¿Ya sabes lo que significa?
            – Ah, ¿significa algo? – pregunta sorprendida y yo no doy crédito a mis orejas  –. A mí solo me gustó la palabra – confiesa inocentemente –. La escuché en el Mundo Gris y…
            – Espera, ¿Mundo Gris? – la interrumpo abruptamente. Ahora la conversación sí que me interesa –. ¿Sabes ir al Mundo Gris?
            – Sí… – contesta con una vocecita.
            – ¿Cómo? – digo poniendo las manos sobre la mesa de forma súbita.
            Peppermint da un saltito. Cuando se calma, su mirada pasa reiteradamente de mi cara a mis manos, hasta que me doy por enterada.
            – Lo siento, eso ha sido demasiado brusco… ¿pero me podrías por favor enseñar el camino hacia el Mundo Gris?
            – Vendemos mapas – responde ella entonces –. Están en esa estantería de allí – añade señalándome hacia algún punto no demasiado bien definido en el fondo de la tienda.
            – Sí, un mapa… – murmuro al tiempo que me acerco al rincón y me pongo a buscar.
            Entre tarros con semillas, un cazamariposas con una red con aspecto pegajoso, un set de anzuelos con forma de calaveritas que dan muy mal rollo y botes de insecticida que tiene pinta de ser para algún tipo de bichejo a medio camino entre rata y escarabajo, creo encontrarlos. Lo que realmente veo son un montón de pergaminos enrollados y perfectamente colocados uno sobre otros. Señalo el montón con el dedo. Ella asiente. Estupendo. Cojo uno, el que mejor tiene los bordes, soplo un poco el polvo y lo llevo al mostrador.
            – Así son trece onirias – dice nada más lo poso.
            Ya estamos con las malditas onirias.
            – ¿No aceptas un trueque?
            Ella parpadea.
            – ¿Eso es un “puede”?
            – Si lo prefiere, puedo abrirle una cuenta de socio. La apertura son dos onirias.
            – ¿Eso significa que puedo pagarlo más adelante? – insisto de nuevo.
            – Sí, por supuesto, pero tiene un límite de cincuenta onirias.
            – Me parece estupendo. ¿Ahora me puedes indicar el camino hacia el Mundo Gris?
            – ¿Yo? No, se lo tiene que preguntar al mapa. ¿Cómo voy a saber yo dónde va a haber un portal? ¡Si eso es impredecible! Nadie puede enseñar a los seres humanos a soñar – me contesta como si hubiese algo que tuviese que saber que se me escapa.
            En conclusión, tiene pinta de que me estoy comprando un callejero parlanchín o un GPS mágico. Depende de mi suerte, y de momento no ha sido buena.
            Sé que esto es el mundo de los sueños, así que en cierto sentido lo que me está diciendo es que los portales se abren en sitios donde… ¿los mundos fluctúan porque alguien sueña? Espero no aparecer en la otra punta del mundo sólo porque allí aún es de noche.
            – Claro, ¡qué tonta! – digo entonces siguiéndole la corriente –. Es ese tipo de mapa.
            – Aquí solo vendemos lo mejor – contesta alzando la barbilla orgullosa –. Entonces, ¿le abro la cuenta?
            – Sí, sí, por supuesto.
            – Entendido – dice mientras revuelve entre los papeles que tiene a su espalda y saca pergamino y pluma –. Por favor, ¿me puede ir diciendo su nombre completo, Corte y Casa, si la tiene? No se preocupe, tenemos una estricta política de privacidad para las identidades de los clientes.
            – Ehm, sí, claro… – murmuro mientras pienso qué inventarme cuando llegue a la corte y a la casa –. Me llamo Thia.
            – ¿Eso es su nombre completo?
            – No, pero…
            – Necesito su nombre completo.
            Dioses, está bien. Me muerdo la lengua para no soltar lo que estoy pensando.
            – Alethia Emelia Karen de Phantasos…
            Y entonces escucho un frasco caerse al suelo.
            – ¿Phantasos? ¿Ha dicho Phantasos?
            – Sí… – digo mientras la duda me invade.
            ¿Me habré metido en algún lío? ¿Mi padre será un liante?
            – ¿Seguro que no lo ha pronunciado mal?
            – No… – contesto dubitativa – que yo sepa – añado justo después, por si acaso.
            – ¿Me puede enseñar un documento que acredite su identidad?
            Me quedo quieta. Jamás me hubiera esperado que me pidieran la documentación en este sitio.
            Acto seguido, llevo la mano a la cartera y despacio saco el DNI. Lo dejo con cuidado encima de la mesa, justo delante de Peppermit.
            Peppermint mira el trozo de plástico con escepticismo.
            – ¿Qué es eso?
            – Mi documento de identidad. ¿Prefiere el carné de conducir, el de estudiante? Creo que también tengo el del gimnasio por aquí…
            – ¿Y algo que sirva? Eso es todo del Mundo Gris.
            Recojo la tarjeta y la guardo. Es la primera vez que necesito probar quién soy en este maldito sitio. Las otras veces ni siquiera he tenido que encontrar un mapa.
            Soy quien estoy diciendo que soy, ¿pero cómo lo pruebo? No he ido a ninguna oficina de registro, ni tengo dirección postal, ni…
            Espera. Postal, correo… ¡la carta!
            Rápidamente, rebusco en la mochila hasta encontrar el papel apergaminado que llevo evitando durante semana y media. En el sobre está escrito mi nombre completo. Suspiro al comprobar que sigue ahí y que no se ha evaporado, como podría haber pasado para rematar mi suerte, y se la tiendo a la chica.
            – ¿Esto le sirve?
            Cuando Peppermint coge la carta, noto cómo sus pómulos se emblanquecen. Traga saliva, se ajusta el borde de su camisa. Se pone nerviosa.
            Entonces da la vuelta al sobre.
            – Señorita, ¿no ha abierto la carta? Sabe que estas cartas solo pueden ser abiertas por su destinatario. Si no está abierta, no puedo asegurar que ésta sea usted.
            Dioses, ¿tanto le cuesta?
            – Anda, dame. ¿Tienes un abrecartas? – pido ya un tanto aburrida de esto.
            De un bote lleno de plumas, saca una pequeña daga roma con empuñadura de dragón.
            Con ella, abro el maldito sobre que había prometido no abrir. Automáticamente, el pergamino se quiebra bajo la presión del abrecartas y, acto seguido, veo cómo el sello de cera que cerraba el sobre reluce. Sin lugar a dudas, se ha desprendido algo de magia. Lo suficientemente sutil para que apenas lo haya notado. Sin embargo, está claro que Peppermint tenía razón con eso de que esa carta era solo para mí. A pesar de todo, sigo sin querer saber qué lleva dentro. Aunque ahora no es que sea buen momento, porque me da la sensación de que Peppermint se va a desmayar de un instante a otro.
            – Por todas las hadas, ¡era verdad! Es usted una Lady…
            Arqueo una ceja. Sí, ahora es mi turno de mirarla mal.
            – No he mentido en ningún punto…
            –  ¿Entonces es usted pariente directo del Duque de Phantasos? No me suena su nombre, ¡pero es un placer servir a un miembro de sangre de una casa tan prestigiosa!
            Miembro de sangre. He sentido un escalofrío al escuchar “sangre”. Supongo que se referirá al hecho de tener como apellido el mismo que el del Duque o, lo que es lo mismo, ser pariente directo.
            – Es que no soy de por aquí – me apresuro a contestar –. He venido de… visita involuntaria.
            – Si mi permite indiscreción, ¿es sobrina, prima segunda,…?
            – Ehm – balbuceo –. Si se refiere a mi parentesto, no creo que le haga mucha gracia.
            Al mirarla veo que le brillan los ojitos y dicen por favor.
            – ¿Si se lo digo terminará de hacerme la cuenta y me podré ir?
            – ¡Por supuesto! – dice al instante –. Y le aplicaré el descuento por ser cliente preferente.
            ¿Descuento? Me parece estupendo.
            – ¿De cuánto es el descuento?
            – ¿Del cincuenta? – dice dubitativa.
            Vamos, que se acaba de inventar lo del cliente preferente. Pero a mi me viene de perlas.
            – Hecho – digo estrechándole la mano –. Soy su hija.
            El silencio es tan incómodo que siento que me ahogo.
            Peppermint traga saliva.

            – Oye, ¡un placer, eh! – digo mientras, cinco minutos más tarde, salgo de la tienda con el mapa, una bolsa de chuches que no pienso probar y de tizas de color púrpura que en teoría sirven para abrir un portal de paso a la fuerza.
            Por desgracia, parece que solo funcionan en un solo sentido y se han quedado sin las de color esmeralda, que son las que sirven para llevarme a casa. Tiene su sentido, teniendo en cuenta que el sobre está escrito en verde. Así que mi próxima misión será hacerme con una caja entera de esas malditas tizas verdes. Realmente, no sé por qué me he quedado con las púrpuras, si no pienso meterme en este sitio por propia voluntad. Si por mi fuera, ¡ni por accidente! Sin embargo, como me las han terminado regalando, no he sido capaz de decir que no.
            Afuera, Sandocán me espera con paciencia de santo en el mismo lugar en el que le dejé. El pobre se me echa encima en cuanto me ve salir. Animalito, qué nervioso tiene que estar en este sitio tan raro.
            – Ya está, chico, ya está. ¿Estabas preocupado, eh? ¿Estabas preocupado? No pasa nada. Vamos a salir de aquí, ya verás – le digo mientras le acaricio y apachurro las orejas.
Cuando veo que está ya más tranquilo, me pongo en pie y despliego el mapa que acabo de… “comprar”. Al final me he terminado llevando un montón de cosas por mi cara bonita (o por mi apellido bonito en este caso). No sabía que estaba tan bien valorado, me siento casi hasta importante.
Observo el pliego. Está en blanco.
            – Genial… – murmuro –. ¿Muéstrate? – pregunto.
            El pliego sigue igual de blanco.
            – ¿Revela tus secretos? – vuelvo a probar.
            Nada.
            – ¿Juro solemnemente que esto es una travesura? – propongo. Oye, vete a saber si suena la flauta. Este mundo es una locura. 
            Pero no, no se da el caso.
            – ¿Abracadabra ábrete mapa? – intento ya a la desesperada
            Tampoco.
            – ¡Esto es una pérdida de tiempo! – grito exasperada.    
A mi lado, Sandocán ladea la cabeza. Evidentemente, sigo sosteniendo un papel sin estrenar. Me puedo tirar así hasta el día del juicio.
            Me doy la vuelta, con intención de entrar de nuevo a buscar a Peppermint y que me explique cómo demonios utilizar el papel en blanco que me ha “vendido”. Me topo con un solar en blanco.
            – ¿Qué demonios? – pregunto al aire.
            Los fuegos fatuos son los únicos que contestan. Se están riendo de mí a carcajada limpia. Malditos bichos…
            Mi vista sigue clavada en el solar. ¿Cómo ha podido desaparecer una casa entera en un instante? ¿Cómo? Solo he dejado de mirar un maldito y mísero segundo.
            – ¡Típico! ¡Típico! – exclamo exasperada –. Te encuentras una cabaña en el bosque, pides un mapa y cuando quieres volver a entrar para pedir indicaciones, ¡desaparece! ¡Pero si es que se han llevado hasta el maldito cartel!
            Sí, el cartel en lengua rara que ahora debería ser capaz de entender con el polvo de parlonosequé cornuda de antes. Miro el papel, me siento tentada de hacerlo una pelota y lanzárselo al maldito fuego fatuo que me está haciendo burla. Es tan descarado que puedo verlo desde aquí. Pero estoy tan desesperada y a punto de sufrir otro episodio de ansiedad que lo que hago va en contra de todo lo que se me hubiera ocurrido hacer si hubiera estado en mis cabales: me pongo a amenazar al papel.
            – Y tú, maldito trozo de celulosa mágico, te juro por mi padre que como no me muestres el camino para salir de este maldito mundo pienso hacerte trocitos y alimentar contigo a las cabras.