domingo, 21 de septiembre de 2014

Dos (V)

            Acabo de entender que estoy en una versión estrafalaria de un juego de adivinanzas, o de intercambio de conocimientos. La cosa es que tengo que dar un argumento lo suficientemente agudo como para que los tres se pongan de acuerdo y, por lo que veo, son muy cabezotas.
            – ¿Por qué me tienen que pasar a mí estas cosas? – me revuelvo en la autocompasión mientras guardo el mapa. 
            Mientras tanto, Sandocán se echa en el suelo y bosteza.
            –  Sí, tú también eres de gran ayuda… – gruño.
            Solo es un perro, tampoco es que sepa hacer mucho más, pero mi mal humor está creciendo a cada minuto.
            Cojo aire profundamente y me acerco con determinación al altar con los tres señores, donde la discusión parece estar acalorándose por momentos:
            – ¡Te digo que está medio vacío!
            – ¡Difiero, medio lleno!
            – ¡Insisto, está por la mitad!
            Da un poco de miedo intervenir, pero no me queda otra. Espero al menos que no lleguen a las manos, o el claro tendrá que ser renombrado.
            – ¿Disculpen? – empiezo, pero mi voz queda oculta tras el inicio de las primeras puñaladas verbales del estirado de gris hacia el de blanco.
            – ¡Señor, por favor, hágase revisar la vista! Ese modelo tan antiguo que lleva tiene que estar impidiendo que pueda analizar la situación con sabiduría.
            – No podía estar más de acuerdo – se atreve a añadir el de negro.
            Yo enarco una ceja. Pobre iluso, ¿se cree que él no va a recibir leña?
            – ¿Usted se atreve a dudar de mi vista? – interviene entonces el aludido, cargando contra el de negro  –. ¡Con ese peinado suyo cubriéndole los ojos no sé cómo es capaz de discernir más allá de lo que sucede a dos palmos de su nariz!
            Mejor que haga algo rápido, porque como empiecen con asuntos más serios, aquí no se libra ni el apuntador.
            – ¡DISCULPEN! – me hago oír, chillando a pleno pulmón.
            Los tres me miran al instante. Yo les sonrío.
            ¿Se creen que sus berridos infantiles son peores que años haciéndome escuchar al pedir algo en un bar lleno hasta la bandera durante un partido de futbol? ¡Já! Aficionados.
            Me aclaro la garganta.
            – Encantada, me llamo Thia.
            En ese momento me doy cuenta de que se están mirando entre ellos. Me quedo callada. Entonces, ignorándome abiertamente, intercambian un par de susurros que, seguro que por la falta de práctica, llegan a mis oídos con total perfección.
            – ¿Puede ser? – dice el de en medio, el gris.
            – A mí me parece correcto y apropiado – aprueba el blanco.
            – Si no hay más remedio… – cede el de color negro.
            Los tres, vuelven a fijarse en mí.
            – Encantados de conocerla, señorita Thia. Mi nombre es Realista – dice entonces el de gris, aunque la forma con la que se presenta hace que casi me entre la risa. Como si no me lo hubiese figurado, fíjate  –. Y estos dos… señores – le cuesta decir la palabra – que me acompañan son Optimista – señala al de blanco, que me saluda efusivamente con la mano – y Pesimista – repitiendo el gesto hacia el de negro, que me devuelve un gesto desganado, como no podía ser de otra forma.
            Hacen una pausa y me miran.
            – Un placer – contesto, porque no se me ocurre otra cosa que decir.
            – El nuestro, señorita.
            Se sucede una pausa incómoda, mientras nos miramos entre nosotros. De momento, parece que no han notado siquiera la presencia de Sandocán. Casi que mejor.
            – Señorita… mis compañeros y yo nos preguntábamos si no le gustaría participar en nuestro debate – ofrece entonces Optimista.
            – Los tres estamos de acuerdo en que su contribución sería de gran ayuda. Queremos que sea nuestra juez. ¿Le parece bien? Consideramos que es el mejor método para llegar a una conclusión de una vez por todas.
            – Por supuesto, ¿cómo podría rechazar tal honor? – me apresuro a decir, que sea la única forma de salir de aquí no tiene nada que ver.
            – Yo opino que el vaso está medio lleno – dice entonces optimista y, con la regla, me muestra la medida, que yo compruebo solemnemente y asintiendo teatralmente con la cabeza.
            – Yo defiendo la postura de que está medio vacío, debido a una desviación más que apreciable en la curvatura del vaso que hace que este sea más estrecho por abajo. De tal forma, el volumen de agua no es homogéneo y es mejor que si estuviera lleno en la totalidad – me expone Pesimista, tratando quedar por encima de Optimista
            Cuando termina, le dirige una mirada de suficiencia mal reprimida y yo me dedico a asentir mirando al vaso fingiendo que no me he dado cuenta.
Es el turno de Realista, que se hincha y alza bien la cabeza antes de hablar:
            – Yo opino que está por la mitad, lo cual coincide tanto con la hipotética estrechez del recipiente y al supuesto milímetro de más.
            Cuando termina, miro a los tres con gesto de estar reflexionando. Menos mal que nunca se me ha dado mal pretender que estoy mostrando interés. Muchas clases de la universidad hubieran sido un infierno de otra forma.
            – Vuestras tres perspectivas me han llamado mucho la atención, sin duda, pero tengo que declarar un veredicto justo.
            Los tres asienten con convicción. Les veo sonreír para sí. Dioses, qué complicado es esto. Todos están convencidísimos de que tienen razón y de que encima se la voy a dar. Respiro hondo una vez más. A este paso voy a hiperventilar de tanto tratar de calmarme. Seguro que son perfectamente capaces de aceptar una derrota, ¿no?
            Cuando les vuelvo a mirar, casi me entra la risa ante mi propio chiste. Venga, Thia, que tú puedes. Después de todo, no me queda otra.
            – En mi humilde opinión, creo que se está analizando la situación de forma errónea – al decir esto, me doy cuenta de que al fin tengo su atención. Me mirando con la curiosidad de un niño cuando le descubren algo que no sabía –. Señores, esto es un problema de perspectiva…
            – ¿Insinúas que es mejor mirarlo desde arriba? – me interrumpe Optimista antes de que sea capaz de terminar la frase.
            – ¡Por supuesto que no! Claramente, propone mirarlo desde abajo – le corta pesimista que se agacha al lado del pedestal.
            – Disculpe a estos dos incompetentes, señorita – me dice entonces Realista.
            – No se preocupe, yo… – empiezo, pero me callo al ver que sigue hablando sin prestarme atención.
            – ¿Cómo no han podido comprender que lo que usted ha sugerido es cambiar la superficie desde la que se observa el recipiente?
            Sin tan siquiera proponérmelo, me llevo las manos a la cabeza. Esto pinta cada vez peor. Está claro que tratar de llevarles a un acuerdo es completamente imposible. Algo que se resolvería de forma tan sencilla como admitiendo que todos tienen razón a la vez…
            Mientras tanto, la discusión vuelve a irse de madre. Pesimista se mete con Optimista mientras Realista se pone a buscar una superficie con una inclinación del 0% sobre la cual poder el dichoso vaso y demostrar su teoría (y, ya que estaba, dejar a los otros dos a la altura del barro). Todo por un maldito vaso de agua, elemento que ahora mismo nadie está prestando atención a pesar de ser el centro neurálgico de todo el problema.
            Entonces, descubro cómo una sonrisita anida en mis labios al tiempo que una temeraria idea cobra fuerza y me muero de ganas por llevar acabo.
            Miro a la derecha, donde Pesimista y Optimista acaban de llegar a las manos de forma bastante ridícula. Miro a la izquierda, donde Realista acaba de descubrir la existencia de Sandocán y trata de hacer que se mueva de donde ha decidido tumbarse porque está seguro de que es el lugar idóneo. Miro al frente, el vaso reluce con el único rayito de sol que cae sobre el claro. Solo falta un poco de música celestial y la escena sería perfecta.
            Doy un paso al frente, todos siguen ignorándome. Agarro el vaso, que parece ligero como el aire. Escucho un melódico sonido cuando lo levanto, el que normalmente se produce cuando el cristal vibra.
            Entonces, me lo bebo entero, de golpe y de un tirón. El agua helada cae por mi garganta. No es hasta ese momento cuando me doy cuenta de la sed que tenía y de lo bien que me ha venido. La verdad es que podría haberme salido muy mal. ¿Y si el vaso hubiera estado lleno de ácido o de cualquier otra cosa? ¡Pero qué demonios! Me siento de maravilla. Lo siento por Sandocán, pero no era un buen momento para compartir nada. Luego comparto con él el botellín que llevo en la mochila.
            En cuanto dejo el vaso de nuevo en el pedestal, el sonido del cristal contra el mármol parece propagarse por todo el claro como una campanada que indica el final de un partido. Tres pares de ojos en pánico me miran. Yo les miro a ellos.
            – ¿De qué os sorprendéis? – pregunto mientras me encojo de hombros como si el asunto no fuera conmigo –. El agua está para beberla y yo tenía sed.
            – ¡Ahora está vacío! – dice Pesimista.
            – ¡No queda ni una gota! – se une Optimista.
            – ¿Y ahora cómo vamos a saber quién tenía razón? – interviene Realista que parece a punto de desmayarse.
            – ¿Y yo qué sé? Realmente, todos teníais razón. Asumidlo de una vez y seguid con vuestras vidas. Al final, lo mejor es ser Oportunista, dadle un par de vueltas y ya me contaréis.
            Entonces, delante de mí, veo cómo el sendero está abierto de nuevo. Realmente lo que parece es que siempre ha estado ahí, pero yo no era capaz de verlo.
            – Oh, mirad, es la señal de mi retirada. Hasta otra, eh. Pero que no sea demasiado pronto – digo mientras me acerco hasta Sandocán, que se ha puesto ya de pies.
            Le agarro del collar y él empieza a andar y a seguirme.
            – Buen chico. Venga, salgamos de este sitio.
            Esperaba algún tipo de resistencia, pero ante mi asombro, los tres señores, solo me miran mientras me alejo.
            Sin embargo, justo antes de que mi pie pise la línea imaginaria que marcaría el final del claro y el principio del camino, supongo que de nuevo la Senda Lunar, los tres me llaman con gritos desesperados.
            – ¡No, por favor, no te vayas! – grita Optimista.
            – ¡No puedes dejarnos aquí! – se le une Pesimista.
            – ¡Al menos danos otro acertijo que resolver! – pide Realista –. Si no resolvemos uno… no seremos capaces de avanzar…
            Y ahí me temo que no puedo negarme. Ese sí que ha sido un buen argumento. Por muy mal que me caigan, no puedo negarles una forma de salir de aquí. Después de todo, solo me han pedido un acertijo. Ahora solo tiene que ocurrírseme uno que pueda competir con el famoso planteamiento del vaso de agua.
            Pienso durante unos largos segundos, hasta que al final doy con el adecuado. Me lo contó mi madre hace mucho tiempo, aunque no tengo claro de dónde lo sacó ella. El caso es que, sin lugar a dudas, ha sido una de las lecciones que más útiles he encontrado a lo largo de mi vida. Más que un acertijo en sí, se trata de una reflexión, pero creo que es adecuada para un lugar que se llama Claro Filosofía.
            De hecho, si no recuerdo mal, la tengo que tener apuntada en la parte de atrás de la agenda. Para asegurarme de que no lo digo mal, la saco y lo compruebo. Después, leo en alto:

«Había una vez cuatro individuos, Todo el Mundo, Alguien, Nadie y Cualquiera. 
Había un trabajo importante para hacer, Todo el Mundo tenía que hacerlo, pero no se preocupaba porque estaba seguro de que Alguien lo haría. 
En realidad Cualquiera podía haberlo hecho pero finalmente Nadie lo hizo. 
Cuando Nadie lo hizo, Alguien se puso nervioso porque Todo el Mundo tenía el deber de hacerlo. 
Al final, Todo el Mundo le echó la culpa a Alguien cuando Nadie hizo lo que Cualquiera podría haber hecho.» 

            Cuando termino, alzo la cabeza y observo cómo los tres me miran con atención, como si estuvieran esperando a que siguiera hablando.
            – Ehm… Ya he acabado – murmuro nerviosa.
            Pero da igual, siguen mirándome. Así que me limito a arrancar la hoja, guardar la agenda y a acercarme al pedestal (que ya no tiene vaso) y dejarla sobre él.
            – Ahí lo tenéis, ¿eh? Para que no se os olvide.
            Retrocedo despacio como un cangrejo hasta que vuelvo al lado de Sandocán y le agarro del collar. A continuación, salgo del claro, dejándoles con la nota como billete de salida. Apenas camino unos metros cuando escucho cómo empiezan a intercambiar opiniones.
            El más valiente es Optimista, que es quien empieza el debate:
            – Pues creo que Nadie hizo muy bien.
            – En realidad – interrumpe Pesimista –, Todo el Mundo tuvo toda la razón en enfadarse. Nadie no pidió permiso para hacerlo, y Alguien era el que tenía que hacerlo.
            – Pero claramente Cualquiera era el que podía hacerlo – añade Realista –, así que es su culpa que Nadie lo hiciera cuando no era su tarea.
            Dioses, van a estar ahí mucho tiempo…



            Y mientras me alejo, las nieblas parecen rodear la entrada abierta para mí y la engullen, cerrándola para los que aún no se han ganado el derecho a cruzarla. Antes de que sus voces se pierdan por completo, donde antes eran tres, un cuarto se une.
            Es entonces cuando comprendo la auténtica gravedad de la situación, la auténtica naturaleza retorcida y macabra de ese sitio. Todas esas personas, las tres, no eran más que una. Una única mente fragmentada, atrapada por su propia indecisión.
            Un escalofrío me recorre, así podría haber acabado yo también. Por un lado, el tipo me da pena. Por otro, a saber si su situación tiene arreglo. Puede que, aunque consiga salir, su mente jamás se recupere. Por su propio bien, espero que consiga resolverlo pronto.
            Realmente, el acertijo tiene una solución muy simple. Lo ideal es no esperar que lo haga Alguien o Cualquiera, sino hacerlo Uno Mismo (Por supuesto, mientras Todo el Mundo opina y Nadie se ofrece a hacerlo). Igual va siendo hora de enseñárselo a Daniel y Helena. A ver si aprenden un poco. Menos mal que me lo sé de memoria.
            Bueno, volviendo a los del claro, lo que les pase ahora depende única y exclusivamente de ellos. La pregunta que más me urge ahora mismo es: ¿dónde demonios me he metido ahora?
            El camino ha ido ensanchándose y ya no hay farolas. Los árboles parecen cada vez más altos y delgados y cada vez más frágiles hasta que finalmente puedo decir que ya no están hecho de madera. Compruebo el mapa a cada poco, todo parece seguir en orden. De hecho, el paisaje es bastante impresionante. Si no tuviera tanta prisa, hasta sacaría fotos. ¿Cuántas oportunidades puede tener alguien de perderse sin querer en un bosque de cristal? La corteza brilla y resplandece mientras las hojas desprenden destellos plateados. Bajo mis pies noto el crujir de la hojarasca, que suena como si pisara cáscaras de huevos o restos de platos rotos. Sandocán parece confundido. Mira el suelo sin entender qué pasa. Es entonces cuando me doy cuenta de que el cristal es muy bonito pero que también corta. Yo llevo botas, ¡pero el pobre Sandocán puede cortarse las patitas! Casi se me sale el corazón del pecho. ¿Cómo no he podido pensar en eso antes?
            Me agacho y le miro las patas una a una. Al ver que está ileso por completo, toco la hojarasca. Me sorprendo al comprobar que tiene un tacto sedoso y agradable, pero que es tan frágil que se rompen casi con rozarla. Por lo menos, lo que le pasa a Sandocán es solo que no se siente cómodo con esa sensación en las patas. Pero se le acostumbrará.
            – Venga, chiquitín, que ya queda poco… – digo mientras le acaricio el lomo despacio.
            O, al menos, es lo que quiero pensar.
            Continuamos hacia adelante. Empieza a refrescar poco a poco. Desde hace un rato parece que el calor primaveral se ha desvanecido de golpe. Es más, parece haber disminuido hasta la luz ambiental. Es como si estuviéramos presenciando un atardecer prematuro. O igual no tan prematuro, ¿cuánto tiempo hemos estado en el claro? Para mí han sido escasos veinte minutos y apenas era la hora de comer. Ya era consciente de que aquí el tiempo fluctuaba de forma distinta, pero nunca he sufrido un salto tan brusco.
            Me arrebujo en la chaqueta tratando de protegerme un poco mejor, pero me sirve de poco. El viento se cuela entre las hojas y silva al rozar sus bordes afilados. Da escalofríos. Es el único sonido del lugar. Es como si el bosque estuviera muerto. Antes había hierba y, aunque no los viera, era consciente de que había pequeños animalillos rondando y observándome con sus ojillos negros. Ahora… ahora ya no. Solo estaba ese viento frío y desgarrador que parecía gritar en vez de susurrar.
            Sí, creo que va siendo hora de acelerar más el paso y encontrar el dichoso portal. Deberían actualizar el mapa para que dijera cosas del tipo “ha llegado usted a su destino”. La verdad es que agradecería mucho escucharlo en estos momentos. Este sitio no me gusta un pelo y no estoy por la labor de retroceder y volver a pasar por el claro.
            Siento una molesta sensación constante y creciente. No sé de dónde viene, pero me siento cada vez más inquieta. Al fin, solo por curiosidad, o quizá por instinto, me acerco a uno de los árboles y, despacio, apoyo la palma sobre su corteza.
            Como era de esperar, su tacto es frío. Sin embargo, no es eso lo que me hace soltar una exclamación de sorpresa, sino que realmente siento cómo el árbol está vivo bajo mis manos. De repente, me siento observada. No, no es por el árbol. Se trata de algo mucho más antiguo y viejo.
            – Magia… – susurro, y doy un respingo al escuchar mi propia voz reverberando en el cristal y propagándose por cada rincón del solitario bosque.
            Es casi como si no lo hubiera dicho yo.