El jefe de la guardia suspiró. Parecía que ese era
el lugar, así lo indicaban los primeros arcos de hielo a cielo abierto que
conducían hacia la puerta diamantina. Le había costado llegar más de lo
esperado, y eso que ya le habían puesto sobre aviso acerca de la dura travesía
hacia las Tierras del Invierno. Sin embargo, tenía que verlo con sus propios
ojos. Tenía que verle por última vez, a pesar de estar sumido ya en el Sueño Eterno.
Más de una vez casi había sucumbido a la Tristeza, casi, pero no por nada había
llegado tan lejos en sus aspiraciones. Así fue como sobrevivió a los páramos.
Así es cómo llegó a la prisión.
Bajó de su montura y
caminó por la nieve. La armadura brillaba con el destello del sol de invierno. Con cada
paso, la nieve virgen crujía bajo sus pesadas botas. Cada vez que respiraba,
una nube de vaho le recordaba la temperatura a la que se encontraba. Por
suerte, había sido previsor. Viajaba con la indumentaria adecuada y un par de
encantamientos de emergencia. Además de chocolate. Aunque no lo había llegado a
probar, podía haberle salvado la vida al luchar contra el pesar que impregnaba
cada copo, cada trozo de hielo.
La nieve caía,
impasible. Era consciente de cómo iba cubriendo sus hombreras y anidaba en sus
cabellos. Decían que nunca dejaba de nevar, que era el castigo de esa región
por las afrentas pasadas. Había quienes afirmaban que eran lágrimas congeladas.
Quizá por eso, pensó, la gente de las nieves siempre parecía melancólica y
alicaída. Seria y de tez grisácea. Pero él también se sentiría así si tuviera
que vivir en un lugar como éste, velando los sueños de los condenados. Porque
era lo único que hacían allí. Ellos eran los carceleros de los Dormidos, los
Penitentes. Aquellos que estarían lamentándose de su falta eternamente. Un
destino, a su parecer, mucho peor que la muerte, que el desvanecimiento, que el
olvido. Quizá esa tristeza, la de los propios reos, su sufrimiento, era lo que
hacía precisamente que nevara por siempre. Todo podía ser. Causa y efecto,
muchas veces se funden y se confunden.
Se llevó la mano al
pecho antes de cruzar el último de los arcos. Ahí la congoja, la presión, era
mucho más intensa. Era agónica. Pero se armó de valor y avanzó. Ya había
llegado demasiado lejos para echarse atrás.
Al fin, llegó a la
puerta. Allí ya le estaban esperando. Eran dos, de raza nívea, lo sabía sólo
por los párpados blanquecinos y los ojos azules, pues se hallaban cubiertos de
pies a cabeza. Los dos lucían armaduras de la guardia invernal y enarbolaban
pesados báculos con brillo glacial.
– Le estábamos
esperando, señor – murmuro el primero de ellos –. Mi nombre es Zholt. Espero
que no haya tenido problemas para encontrar el lugar.
– No demasiados –
mintió, pero no tenía ganas de rememorar la travesía. Se resumía en frío,
ventiscas y hielo. Y mucha nieve. Nieve por todas partes –. Soy Alisthar Filocertero,
guardia de la Casa del Mediodía.
– Lo sabemos – contestó
el segundo –. Mi nombre es Sohrem y hoy seré su guía. Acompáñeme, por favor.
Diciendo esto, alzó el
pesado báculo, que centelleó en un breve parpadeo. Al instante siguiente, toda la
puerta empezó a desprender un enigmático fulgor. Ni siquiera Alisthar había
contemplado algo parecido durante sus años sirviendo a la Corte. No puedo
evitar que se le escapara una media sonrisa de aprobación.
Entonces, la puerta comenzó
a abrirse sola, como empujada con una gran fuerza invisible, dejando al
descubierto el inicio de un pasillo de cristal custodiado por un centenar de
columnas translucidas que se retorcían hasta el alto techo. Allí volvían a
estar una vez más los arcos.
– Aquí la magia es
poderosa. Aquí duermen muchos sueños truncados, y muchas más pesadillas. Por
eso no debe entrar nunca sin un guía. Podía desorientarse y perderse y acabar
como ellos…
– Es bueno saberlo –
observó él ante el poco alentador consejo.
Sonaba aterrador, a
pesar de ser totalmente cierto.
En cuanto ambos
cruzaron el umbral, la puerta se cerró tras ellos. Durante unos instantes se
hizo la oscuridad, a excepción del tétrico báculo que Sohrem sostenía con
firmeza y convicción.
Entonces,
los arcos comenzaron a brillar tenuemente, marcando el camino a seguir.
–
Interesante… – murmuro Alisthar.
–
Se lo dije, señor. Magia antigua – dijo Sohrem a su lado mientras echaba a
caminar.
–
¿De cuándo data este lugar?
–
No lo sabemos, señor. Es anterior a un momento que alguien pueda recordar.
Alisthar asintió. Sí, era uno de
esos lugares ancestrales anterior a la unión de las Cortes, anterior a la
Tregua, cuando la magia era salvaje. Pero la Unión había sido necesaria para no
terminar destruyéndose unos a otros y la Tregua había sido la solución. La
misma que ahora pendía de un hilo debido al sujeto por el que había decidido
viajar hasta ese maldito agujero helado.
Al
final del largo pasillo empezaban las escaleras de cristal hacia las entrañas
de la tierra. Los peldaños flotaban equidistantemente con elegancia. Sohrem fue
el primero en entrar y, al igual que con los arcos, ésta vez fue la superficie
de los peldaños la que comenzó a desprender un suave fulgor. Sin embargo, era
más tenue que el de los arcos. Ahora lo que más brillaba era sin lugar a dudas
el báculo del vigilante.
Sin rechistar, Alisthar siguió a su
guía. Vigilaba en todo momento dónde ponía los pies, por miedo a caerse. Sin
embargo, cuando Sohrem le aseguró que los escalones sólo caerían ante una gran
brecha en el flujo de magia, al fin se pudo centrar en la verdadera naturaleza
del oscuro túnel que estaba recorriendo. Cuando se alzaba la mirada del camino
luminoso, su verdadera naturaleza se revelaba.
Las paredes eran traslúcidas. En
ellas, encerrados en ataúdes helados, en prismas eternos, dormían los
Condenados. Distinguía razas, formas, vestidos, armaduras, joyas, épocas, eras.
Nada de eso importaba en un lugar como ese. Porque dormirían allí eternamente.
Por suerte, el muro no le dejaba ver
sus rostros. Sus identidades permanecerían perdidas en el anonimato de ese
devastador lugar. Hasta consumirse ni recordar siquiera quiénes fueron.
– ¿Cuántos hay? – preguntó Alisthar
manteniendo firme la voz a pesar de la sorpresa.
– Miles.
– ¿No hay un número más exacto?
– Puede, pero hace siglos que
dejamos de contar. Hubo una época en que venían demasiados. Ahora es casi un
hecho insólito.
– La época de las Cortes.
– Así es, señor.
La escalinata parecía eterna y la
sensación de opresión estaba atormentándolo cada vez más. Ese lugar realmente
era capaz de hacer recordar al alma más pura sus peores faltas. Hasta aquellas que él mismo había olvidado
volvían a su mente con más fuerza. Llegado a un punto del camino, se vio
obligado a parar. Si seguía empeorando a ese ritmo, la tristeza le consumiría
antes de ser capaz de poner frente a frente con el sujeto. ¿Había llegado tan
lejos para tener que dar la vuelta?
– ¿Se encuentra bien?
– ¿Cuánto falta? – contestó él.
– Demasiado para su estado –
respondió el vigilante sin pizca alguna de emoción en su voz.
Realmente parecía que se les había
helado el corazón. Podía ser la única explicación por la que ellos podían
sobrevivir.
– No voy a dar la vuelta… – empezó
él.
– No será necesario – dijo Sohrem
mientras alzaba la mirada hacia su báculo.
Lo inclinó levemente y la tenue luz
se derramó sobre el abatido Alisthar. Al instante siguiente, el Pesar se
aligeró. De repente, podía continuar.
– ¿Qué me has hecho? – preguntó.
– Le he ayudado un poco, señor, pero
me temo que no durará mucho. Es mejor que nos apresuremos.
– ¿Dónde está el prisionero?
– Los más peligrosos son los que
están más abajo. Tienen una cámara individual, para garantizar que no
despierten.
– ¿Tan peligroso creen que es?
– Mató a un Rey – dijo él
simplemente.
Alisthar asintió y bajó brevemente
la cabeza. Todavía no conseguía creérselo, no podía ser que existiera alguien
con semejante poder. El Rey Grifo muerto, era prácticamente imposible. Por eso
tenía que llegar al fondo del asunto. Tenía que enfrentar a aquel que urdió tal
horrendo crimen. Estaba seguro de que ese individuo no actuó solo. Estaba
seguro de que detrás de la muerte del Rey Luminoso se escondía una conspiración
más profunda.
Revitalizado por el efecto del báculo,
se obligó a sí mismo a seguir a Sohrem. Sólo un poco más, un poco más.
Entonces, al fin le tendría de frente.
Tras lo que pareció una eternidad,
al fin las escaleras terminaron. El frío parecía haberse incrementado con cada
peldaño descendido. Incluso…
Levantó la cabeza y miró a su guía.
Éste no necesitó que dijera nada. Comenzó a responderle.
– ¿Lo nota? Es el Sueño. Traspasa
los límites de las prisiones, para asegurar que los reclusos no despierten.
Avíseme a tiempo si cree que no puede soportarlo.
– Está bien… – asintió él.
De todas formas, no podía hacer otra
cosa. No quería quedarse encerrado en ese lugar por siempre.
– Por aquí – dijo entonces Sohrem.
Comenzó a guiarle a través de un
elaborado pasillo esculpido en la piedra, ¿o era hielo? La oscuridad le impedía
tener más detalle. La piedra y el hielo podían confundirse en un lugar como
aquel.
Cada cierto tiempo, una llama
azulada se prendía en los recovecos de las pareces.
– ¿Fuego azul? – preguntó él.
– Sí, fuego frío. No podemos
arriesgarnos a traer calor.
– ¿Desharía el Sueño? – preguntó
extrañado.
No podía ser tan sencillo. No podía
tener un punto débil tan obvio
– No, perturbaríamos a la magia.
– ¿A la magia?
– Sí, la Magia Antigua. Es demasiada
para contenerla. El Sueño la mantiene bajo control, aletargada. El frío la
mantiene estancada. El lugar y la magia están en armonía. Es mejor no tentar al
destino y romper ese equilibrio.
Alisthar se limitó a asentir. Sabía
qué era la Magia Antigua, aquella anterior a la Unión, o más atrás, anterior a
la primera separación. Se decía que ese tipo de magia nació con el mismo
Ensueño, el poder que originó los Reinos. Por eso hacía mucho tiempo que se
había olvidado la forma de controlarla. Simplemente, se la dejaba existir. Aunque
quizá era más acertado decir que era ella la que les dejaba existir a ellos.
Durante el avance pudo contar varias
puertas. Todas cerradas y con las juntas recubiertas de hielo, como si no se
hubieran abierto en decenios, ni se tuviera intención de hacerlo en un futuro
inmediato. En cualquier momento podían convertirse en parte de los muros y
nadie lo notaría.
Entonces Sohrem se detuvo y Alisthar
le imitó.
– Ya hemos llegado – anunció y alzó
una vez más el báculo.
Dos enormes candiles se prendieron con
llamas azuladas a ambos lados de una gloriosa puerta en la que se apreciaba con
enorme claridad un mural helado de aquel que dormitaba en su interior. Se veían
las alas, la capa negra destrozada, la capucha que no dejaba ver su rostro más
allá de su boca perfilada en una única línea, las enormes garras sosteniendo
una espada, con la que se cree que mató al Rey, pero que jamás se pudo
encontrar, y los rasgos de bestia. Sí, era una bestia. El que dormía dentro además
tenía colmillos afilados y ojos animalescos.
Todo eso se podía conocer sólo mirando a
la puerta. Aun así, en ese mural hasta parecía más humano de lo que en realidad
era. La expresión de sus labios era la de alguien sufriendo.
– ¿También por la Magia? – preguntó
refiriéndose a la puerta.
– Sí, señor. La puerta siempre
adquiere la forma de aquel que guarda.
– ¿Por qué las otras que hemos visto
no son así?
– Porque esas eran sólo entradas a
corredores secundarios. Esta es la mayor de ellas. La más segura. También la más
profunda.
Él asintió una vez más. Todo tenía
sentido. Todo lo que le había estado diciendo hasta ahora. Pero nunca había
estado en uno de esos lugares y se sentía abrumado y perdido a partes iguales.
Siempre se había considerado a sí mismo alguien con buenos conocimientos. A
partir de ese día, podía afirmar que tenía que romper sus propias barreras.
Necesitaba saber más. Pero después de hacer lo que había venido a hacer. No sabía
cuánto resistiría el escudo de Sohrem, que ya estaba empezando a ceder. La
presión de la Tristeza estaba volviéndose más fuerte.
– Adelante, ábrela – pidió.
Sohrem inclinó ligeramente la cabeza
en señal de respeto y cumplió a su petición. Con un golpe seco en el suelo del
báculo, la puerta comenzó a abrirse, rompiendo el hielo que se había formado en
sus bisagras, quebrando la escarcha de las juntas, haciendo que se desprendiera
parte del relieve del mural.
Dentro, como ya sabía, estaba él.
La estancia era circular. En el
suelo se podía observar el círculo rúnico que anclaba al cautivo a su prisión.
De cada glifo mayor brotaban fantasmales cadenas que se enroscaban en torno al
ataúd cristalino y, en el centro del círculo, en su prisma helado, se hallaba
él. Esa criatura antropomorfa de especie inclasificada e identidad desconocida.
No se habían atrevido a despertarla para interrogarla. Había sido contenida por
el mismísimo León Alado, el Rey Oscuro, que fue lo único que pudo hacer para
vengar la muerte de su hermano. Llegó tarde para salvarlo, pero atrapó al
traidor de su propia Corte.
Se rumoreaba que podía haberse
expuesto a varias maldiciones por propia voluntad para ganar poder. Se barajó
la posibilidad de que, simplemente, se descontrolara y enloqueciera por ser
incapaz de manejar semejante poder. Otros dicen que vendió su alma al Olvido
para poder urdir ese crimen. Los más atrevidos sugieren que fue mandado por el
propio Rey que le dio caza. Pero esos rumores no llegaron a más porque, aunque
el Rey Oscuro ahora estaba sólo en el trono, no podría ocupar el lugar que su
hermano gemelo dejó. Un rey para cada trono y ambos reinando como uno. Así era
la regla y así debía mantenerse. No había ganado nada con el asesinato. Sólo
perder un hermano y arriesgar la unión de las Cortes. No tenía sentido. Pero
tampoco se había probado su inocencia. Simplemente se enterró bajo el hielo al
mayor de los testigos y se tiró la llave de su celda y, con ella, su testimonio.
Todos tenían miedo de la ruptura de
la Tregua, tanto que ni siquiera se habían hecho preguntas básicas. Como, por
ejemplo, si el sujeto estaba maldito o si hizo el ritual del Olvido para
aumentar su fuerza, ¿quién le ayudó a hacerlo, de dónde sacó ese conocimiento?
O elementos más banales: ¿cómo se coló en las dependencias privadas del Palacio
del Sol?
Nada tenía sentido. Nada cuadraba.
Faltaban piezas y él no sabía por dónde empezar.
– ¿Puedo estar unos minutos a solas?
– preguntó entonces.
No se sentía demasiado cómodo
pensando en temas como ese con el vigilante cerca. Era como si pudiera leerle
la mente. Necesitaba pensar con claridad.
– No podrá hacer que despierte,
señor. Es imposible, además de una locura.
– Lo sé, lo sé.
– No podrá responder a ninguna de
sus preguntas, señor.
– Lo sé – repitió cansado –. Sólo
necesito unos minutos. ¿Es posible?
– Por supuesto, señor. Estaré fuera.
Avíseme si necesita algo. No se entretenga demasiado, el escudo no resistirá.
– Está bien – contestó él mientras observaba
cómo Sohrem salía de la estancia y montaba guardia en la puerta.
Suspiró, agotado, y observó cómo el
vaho se escapaba de su boca. Sí, hacía frío. El escudo casi se lo había hecho
olvidar.
Alzó la cabeza una vez más hacia el
prisionero. Tan cerca y a la vez tan lejos. Todas sus respuestas estaban
congeladas en el hielo. Le habían quitado la capucha y podía ver su rostro,
incluida la desfiguración de sus dientes que sobresalían por sus comisuras y la
gran cantidad de pelaje negro que, de forma antinatural, cubría sus facciones.
Si sólo pudiera encontrar la espada…
Ya le habían registrado, no la
llevaba encima. Tampoco había mucho que esconder dado el estado de sus ropas.
No parecían ser viejas pero, aun así, estaban muy deterioradas. Ni siquiera
llevaba botas. De hecho, hubiera sido imposible que las llevara, sus pies (o
patas) no tenían la forma apropiada. La camisa, o lo que quedaba de ella,
estaba prácticamente hecha tiras y en el pecho…
En el pecho.
Una exclamación de asombro se escapó
de sus labios. Por la posición de las manos, reposando sobre su torso, casi se
le pasa por alto. De hecho, casi parecía que las manos estaban así por ese
mismo motivo. Para que no se notara.
Dio dos pasos, en dirección al reo.
Trató de discernir, agudizó la vista. Estaba casi seguro de lo que veía. Casi.
Si sólo pudiera tener una mejor perspectiva…
La puerta crujió sobre sus bisagras
y le hizo girarse con un sobresalto. Acto seguido reconoció la silueta que
cruzaba el umbral, majestuosa y gloriosa como cabía de esperar de alguien de su
estirpe. Era alguien que jamás esperaría ver allí. Aquel a quien ni siquiera
había informado de su viaje. Como acto reflejo, hincó la rodilla en el suelo y
se inclinó ante él. Aunque no fuera de su Corte, seguía siendo Rey. Ayron, el
León Alado.
– Mi señor… – dijo –. No esperaba
encontrarle aquí.
– Levanta la rodilla, Alisthar. No
es necesario, nos conocemos desde hace demasiado.
Abrumado, Alisthar obedeció. Nunca
había tenido especial trato con Ayron. Siempre se había sentido más fiel a
Eithan, dado que eran de la misma Corte. Por eso mismo se había arrastrado
hasta el fin del mundo buscando… ¿buscando qué? De momento no tenía nada. Sólo
un mal presentimiento y un par de extrañas coincidencias.
– Mi señor, no sabía de su visita.
– Oh, pero yo sí de la vuestra. Vine
para comprobar que todo estaba bien.
– Sí, señor, todo bien. Sólo
necesitaba… tenerle delante – contestó, no quería dar más detalles.
– Entiendo. Yo también le echo de
menos, Alisthar. Pero ahora hay cosas más importantes que atender que seguir
llorando su pérdida. Llevamos llorando demasiado tiempo. Es hora de elegir
soberano e impedir que la Tregua se rompa. Es hora de volver al palacio…
– Pero, señor, sigo sin comprender…
– empezó, pero se detuvo.
No obstante, no a tiempo, porque
Ayron ahora le estaba prestando toda la atención del mundo.
– ¿Qué no comprendes, Alisthar?
Tragó saliva, sabiendo que ahora no
tenía escapatoria.
– ¿Por qué encerrarlo aquí? – dijo
al fin, a sabiendas que no era la auténtica pregunta.
– Porque éste es el peor de los
castigos. Es peor que la muerte.
– Estoy de acuerdo, señor, pero… ¿no
hubiera sido mejor interrogarle antes?
– ¿Interrogarle? Mató a Eithan, es
lo único que necesito saber. Yo mismo le detuve, Alisthar. Vi su poder. Es
mejor que permanezca aquí, y que pague por la sangre que ha derramado.
¿Por qué sentía que Ayron no quería
que estuviera ahí? ¿Por qué sentía que estaba tocando un asunto demasiado
delicado? ¿Cómo podía llegar a alguna conclusión teniendo al mayor de sus
sospechosos al lado? Necesitaba espacio para poder observar más de cerca al
prisionero. Necesitaba ver con más claridad lo que creía haber visto hundido en
su pecho. Porque, de ser así, todo se volvería aún más complicado.
Tenía que ganar tiempo, tenía que
hacerlo. Sabía que si seguía a Ayron hacia el exterior, jamás podría volver. No
le dejarían volver. O quizá tenía un trágico accidente en el camino, que ya era
duro de por sí. Por tanto, ésta era su única oportunidad.
Lo único que se le ocurría era
tratar de seguirle el juego y permanecer ahí todo el tiempo que el escudo de
Sohrem resistiera.
–
Quizá tenga razón, señor. ¿Me permite solo unos segundos? Después, si no
le importa, aprovecharé su vuelta a las Cortes.
– Por supuesto, Alisthar. Faltaría
más.
Alisthar inclinó la cabeza en señal
de respeto y avanzó despacio hacia el prisionero. Inclinó la cabeza y examinó
con atención el punto en el que creía haber visto el extraño objeto hundiéndose
en su carne. Una esquirla negra, una estaca. Los objetos en el Ensueño no
siempre eran lo que parecían. ¿Podía simbolizar una espada, un puñal en el
corazón? La magia no mentía nunca, sólo tenía que interpretarse. Si había una
espada en la puerta significaba que tenía que estar en la sala, aunque esa no
fuera su auténtica forma.
Entonces, si la figurada espada
estaba hundida en su pecho, la siguiente pregunta era quién se la había
clavado. ¿Ayron, como Rey Oscuro? ¿Eithan, antes de morir? No, no podía ser.
Porque, de ser así, ¿por qué evitar que se descubra? Faltaba algo, faltaba algo
importante. Una pieza clave que dotara a todo de sentido, algo que revelara
todas las cartas de la mesa que, de momento, eran demasiadas y bocabajo. ¿Pero
qué?
Un escalofrío recorrió su columna,
detectó el fulgor por el rabillo del ojo. Saltó en el último instante. La
esfera de energía chocó contra la prisión cristalina y se deshizo en una voluta
negra, sin dejar siquiera un rasguño en la superficie.
Cualquiera no habría podido esquivar
ese proyectil. Por suerte, él no era cualquiera. Alisthar desenvainó su espada,
observó a su oponente. Sus ojos no le dejaban entrever sus intenciones, pero sí
quedaban bien claras por el arma que empuñaba en su mano, la que le
correspondía por derecho. Era su símbolo de poder: La Vara de Erebo. Se decía
que el hermano Oscuro sería el guerrero, defensor de los Reinos, mientras que
el Luminoso poseería la sabiduría que guiaría al guerrero. Muerto el sabio, el
guerrero parecía estar mostrando su verdadera naturaleza.
– Ayron… Sabía que ocultabas algo –
escupió Alisthar.
Una tenebrosa sonrisa anidó en los
labios del aludido.
– Permíteme que lo dude, Alisthar.
¿Intuir? Se acerca, pero aun así es apuntar demasiado lejos. Sólo… – empezó,
mientras la Vara comenzaba a cargarse de energía para asestar un nuevo golpe,
esta vez definitivo – era algo a lo que te querías aferrar con todas tus
fuerzas.
Alisthar blandió con fuerza su
espada, había sido forjada por el mejor de los herreros para ser capaz de hacer
frente a la magia más poderosa, pero dudaba mucho que entre ellas estuviera el
poder de la Vara. Ese poder era muy poco usual, era demasiado y único. Por algo
era un objeto que sólo podía ser dominado por un Rey.
– Adiós, Alisthar. Serviste bien a
los Reinos – dijo entonces él con una sonrisa de triunfo en los labios.
Ya creía que tenía la victoria en
las manos. Hasta que la Vara demostró claramente su lealtad, y no era hacia él.
Así, ésta rechazó a aquel que la portaba, y un chispazo de negra energía hizo
que éste se viera obligado a soltarla, y dejando ver una nueva perspectiva a
Alisthar.
– No puede ser... ¡Tú no eres Ayron!
Eres… un usurpador – comprendió entonces –. ¿Qué has hecho con Ayron? No… ¿qué
has hecho con los dos? ¡Responde! – exigió saber, a sabiendas que tenía las de
perder, ahora que sabía tanto.
– ¿En serio crees que me voy a
molestar en contestar a tus patéticas súplicas? – escupió el usurpador mientras
sacudía la mano dañada por la Vara –. Y desde luego eres más patético de lo que
creía si piensas que necesito el poder de la Vara para vencerte.
– No subestimes a tus oponentes,
quien quiera que seas – trató de mantenerse firme Alisthar, mas sabía que no
resistiría demasiado.
– ¿Que no te subestime? Lo que hay
que oír… – contestó él ante la flaca
defensa de su víctima, pero no necesitaba ni tratar de fingir que en verdad
estaba encantado de tener motivos para atacarle.
Cargó energía, esta vez en sus
manos, creando un orbe luminoso de relucientes relámpagos, que no dudó en
arrojar contra Alisthar. Éste no pudo hacer más que desviarlo con la hoja de su
espada, hecha para resistir. La esfera se estrelló contra el hielo. El
usurpador repitió el proceso varias veces, como si disfrutara viendo los vanos
esfuerzos de su oponente por seguir viviendo.
– Sólo puedes defenderte, porque te
es imposible atacar, ¿y dices que no te subestime? – se mofó el falso Rey
mientras, cargando un nuevo orbe y aprovechando que Alisthar no podía parar de
defenderse, recogió la Vara del suelo.
Sin embargo, ésta vez la Vara no le
rechazó. Sólo permaneció inerte, como un mero ornamento.
– Te equivocas, en ningún momento me
referí a mí mismo – contestó entonces Alisthar con una sonrisa en los labios,
la de aquel que ya sabía cuál sería su destino.
Entonces el falso Rey vio lo que Alisthar había estado
pretendiendo durante todo este tiempo mientras desviaba todos sus ataques,
justo cuando éste hundió el filo de su espada en la última de las cadenas de
hielo que sujetaban el eterno lecho del prisionero, la cual estalló en un
millar de esquirlas relucientes. Desde el principio él ya había sido consciente
de que no saldría jamás de aquel lugar, ni vivo ni muerto. Por eso no tenía
nada que perder al intentar liberar al reo al que habían cargado todas las
culpas. Ahora creía en su inocencia. Al menos, esa era su mejor opción, porque
hasta ese usurpador le tenía miedo.
– Dejaré que se encargue él –
sentenció, hundiendo un poco más la espada, hasta que ya no quedó ni rastro de
la cadena y, sin grilletes, la prisión empezó a deshacerse.
El hielo del ataúd comenzó a
quebrarse. Primero, sólo fue una pequeña brecha.
– ¡NOOO! – gritó el usurpador
lanzando el último proyectil, que Alistar interceptó una vez más e incidió
directamente sobre el prisma de hielo.
Así la grieta se hizo más grande.
Así el ataúd cristalino se quebró. Así el preso abrió los ojos, unos ojos
negros, y se abrió paso a través de su prisión.
El falso Rey tuvo tiempo para cubrirse, mas Ailsthar no tuvo tanta
suerte, en ninguno de los aspectos, que fue arrollado por el hielo y el poder mágico
desprendido.
Esa fue la forma en la que la gran
bestia se escapó, sin que nadie, ni siquiera el poseedor de la Vara, aunque falso,
pudiera hacer nada para detenerla. Abrió las puertas y tumbó a los dos guardias
que las custodiaban y, a pesar de que no había escaleras por las que huir, sólo
tuvo que sacudir la escarcha de sus alas.
Como si estuviera destinado a no ser
retenido.
Por primera vez en lo que nadie jamás
recordó, un preso despertó y huyó. De tal forma que la Prisión de Hielo dejó de
considerarse inexpugnable. Sin embargo, el precio fue alto, porque el lugar que
el reo dejó fue rápidamente ocupado por alguien que, buscando desenredar las
razones de un asesinato, descubrió conspiraciones mucho más profundas.
El falso Ayron se levantó y observó el
cuerpo inerte de Alisthar. No estaba muerto, pero sí inconsciente. Una
afortunada coincidencia. Se giró para observar a los dos guardias de raza nívea
que empezaban a volver en sí tras el inesperado suceso.
– Apresadle – dijo en cuanto ambos se
pusieron en pie –. Él es auténtico traidor. Vino para liberar a la bestia.
Ambos guardias cruzaron una mirada y
asintieron. A ellos no les correspondía la tarea de juzgar, sino la de
obedecer.
– Y procurad que éste no se os escape
entre los dedos, o me haré cargo – añadió
entonces, cargando cada palabra con un ligero matiz amenazador, suficiente para
que los dos entendieran cuál sería el precio de la desobediencia.
Dicho
esto, golpeando con la Vara en el suelo, el Portal se abrió a escasos pasos.
Sin abandonar ni un segundo su señorial porte, lo cruzó y éste desapareció al
momento siguiente.
Sohrem y Zholt quedaron solos una vez
más. Nuevamente, volvieron a cruzar miradas.
– ¿Deberíamos decir algo? – preguntó
Sohrem.
– No, no es asunto nuestro – contestó
Zholt.
Y juntos empujaron la gran puerta donde
Alisthar Filocertero había encontrado, sin quererlo, el sueño eterno.