domingo, 6 de octubre de 2013

Uno (II)

Cuando al fin consigo pisar mi casa, son cerca de las diez. He tenido que contener mis ganas de estrangular a Daniel (tres veces), por equivocarse con los archivos que se suponía que traía en un USB y se volatilizaron en su camino hacia el bar, y de no arrojarle el cenicero a Helena cuando ha decidido quejarse de lo tarde que era para quedar. El caso es que tenemos el trabajo a medio hacer, pero ya está encauzado. Para variar, me tocará pringar en casa, pero menos da una piedra.
Abro la puerta y pego el grito de “¡ya estooooy!” , como hago siempre. Me quito los zapatos mientras entro en el vestíbulo y cierro la puerta prácticamente tirándome sobre ella. Me faltan las fuerzas y el aliento. Dejo la mochila que pesa como un muerto en una esquina y observo cómo, puntual como un reloj, Sandocán aparece doblando el pasillo y camina a su paso hasta tumbarse como lo haría un felpudo viejo justo ante mis pies. Se está haciendo mayor.
Resoplo y me pongo de cuclillas a su lado, le acaricio la cabeza suavemente la cabeza.
– ¿Qué, eh? – le digo de forma dulce –. ¿También has tenido un día duro?
Como única respuesta, él gruñe suavemente y se pone panza arriba.
– Tendrás morro – contesto mientras le rasco la tripa.
Él saca la lengua y me mira de reojo, como si me quisiera dar a entender que quiere que siga.
– Sí, ya sé que esto te gusta – digo empezando a rascarle con las dos manos.
Sí, trato a mi perro como si fuera una persona. A veces creo que es el único que me comprende realmente. No soy una chica que sepa hacer amigos de forma rápida, no tengo ese talento natural. Mi mascota es la única que se ha saltado esa regla por razones obvias. Hasta con mi madre me cuesta llevarme en determinados momentos, aunque eso es normal dentro de lo que cabe. En toda familia hay tensiones de cuando en cuando.
– Bueno, suficiente – sentencio rotundamente y me levanto.
Él gime pidiendo más y levanta las orejas. Parece mentira, con lo grande que es. Es un perro de caza enorme y marrón de orejas caídas de cuya raza nunca me acuerdo, aunque no es que haya cazado mucho en su vida a excepción de las pelusas de mi cuarto cuando se me olvida pasar la aspiradora.
– No seas quejica – sigo hablándole mientras paso la pierna por encima de su cuerpo para saltarle.
Tumbado ahí en medio como está, no hay otra manera de sortearlo.
Sin embargo, no llego a pasar la segunda pierna. ¿Por qué? Porque me he quedado congelada al ver qué es lo que hay en el mueble de la entrada, lugar donde normalmente dejamos el correo tras cogerlo del buzón. Juraría que ese enorme sobre lacrado había ardido hacía horas en el servicio de señoras del Back Stage.
Casi me caigo cuando Sandocán se levanta, por supuesto en medio de mis piernas. Por suerte, me da tiempo a sostenerme a la pata coja antes de llevarme el morrazo. Ya con los dos pies en el suelo, cojo el sobre con tanto cuidado como si fuera una mina y lo miro. No hay duda, es idéntico. Hasta las curvas de mi nombre parecen clónicas. ¿Cómo ha podido esto acabar en casa? ¿Mi madre se habrá dado cuenta?
– ¿Mamá? – pregunto en alto.
La escucho chillar algo desde el salón. Me imagino que será lo de siempre: que deje de llamarla a grito pelado por toda la casa. Irónico, ¿eh? Aún sujetando el sobre, voy hasta donde está ella.
– Hola – saludo de nuevo, antes de decir nada más.
– Hola, cielo – contesta ella mientras se levanta del sofá.
Está viendo uno de los programas del corazón que tanto le gustan y de los que yo huyo siempre que puedo. Evito estremecerme cuando mi vista pasa momentáneamente por el televisor y me apresuro en contestarla:
– Bueno, podría haber ido mejor – digo simplemente, no necesita más explicaciones –. Oye, ¿has revisado ya el correo? – voy directa al grano.
– Sí, está en el mueble de la entrada – me contesta.
– ¿Había algo para mí? – digo entonces –. ¿Algo en un sobre grande? – insisto.
– No, todo eran facturas. ¿Esperabas algo? – pregunta sin darle demasiada importancia.
– Sí – respondo tratando de sonar convincente –, pedí una revista hace algún tiempo. – Miento, dicha revista no existe.
– ¿Ah, sí? Pues no me suena haber visto nada. Está todo en el pasillo, revísalo si quieres.
– Vale, gracias – contesto y me alejo pasillo adelante.
No necesito volver a mirar el montón, el sobre sigue en el mismo sitio. Mamá ni se ha fijado en él. No tengo claro si es porque es sólo visible para su destinatario, para hadas (y medio hadas) o es que no se ha fijado bien. Tampoco sé si ese sobre ha estado todo el tiempo ahí, con las demás cartas, o ha sido un suceso más reciente (con magia de por medio) y ha aparecido él solito cuando mamá ya había repasado el montón.
El caso es que vuelvo a tener un sobre del que me quiero deshacer. Lo cojo y me lo guardo bajo el brazo mientras subo las escaleras que llevan a mi habitación.
Vivo en un dúplex no demasiado grande pero más que suficiente para tres (y un perro). Como a mamá le molesta subir escaleras, me pedí el piso de arriba cuando nos mudamos. Así tengo mi espacio y ella el suyo. En el piso de arriba sólo está mi cuarto y un aseo. En el de abajo, aparte del dormitorio principal, mamá se quedó con los dos cuartos extra para montar un estudio para Jon, su pareja, y la sala insonorizada donde ella toca el piano.
Por si no lo había mencionado antes, mi madre es profesora de música. Antes era pianista, pero dejó lo de los conciertos cuando se enamoró de mi padre. Ahora se conforma con la enseñanza en un colegio público cercano. Nos va bastante bien.
Llego a mi cuarto y dejo pasar a Sandocán antes de cerrar la puerta, que no sé cómo todavía tiene energía para subir escaleras. Él se planta en medio de la alfombra, con lo que tengo que volver a saltar por encima suyo para llegar a mi cama.
Me tiro sobre el edredón y cojo postura. Así que aquí estamos de nuevo la carta y yo (y Sandocán dormitando en la alfombra). Con la que casi armo en el Back Stage al deshacerme de ella y vuelve a estar en mis manos. Me quedo mirándola largo rato. Por un segundo, dudo en si debería de abrirla, pero cambio de opinión casi al instante siguiente. Es pensar en el Reino Onírico y me estremezco. Suspiro mientras cojo la carta por el centro y, de un fuerte tirón, consigo partirla en dos (al segundo intento).
Sandocán levanta una oreja al escuchar el rasgar del papel y ladea la cabeza, como preguntándose qué demonios estoy haciendo. A veces parece mucho más expresivo que algunas personas que conozco.
Mientras tanto, yo voy amontonando bien los trocitos de papel, los troceo un poco más y los tiro a la papelera. Aunque el papel venga del Reino Onírico me imagino que se reciclará igual que el común y mundano.
Bueno, creo que es hora de que vaya pensando en cenar algo. Miro a Sandocán, que aprovecha para bostezar, y me levanto de la cama. Salgo del cuarto y bajo las escaleras con el perro pisándome los talones. Allá donde yo voy, siempre me sigue. Al menos, dentro de casa. De milagro no nos matamos antes de llegar abajo. Tiene talento especial para enredarse con mis piernas. Por suerte, tengo años de práctica, muchos años.
Soy capaz de oler la cena nada más pongo un pie en el piso inferior. Mamá se me ha adelantado y ha escogido el menú. Es pescado, salmón diría yo. Mis sospechas se confirman en cuanto entro en la cocina. Tiene muy buena pinta.
Cenamos juntas mientras nos vamos contando qué tal nos ha ido el día, esta vez con algo más de detalle que nuestra breve conversación de antes. Las cenas en casa han adquirido el grado de ritual sagrado, sobre todo cuando Jon no está, como ocurre ahora. Es el único momento donde realmente estamos reunidos a lo largo de la semana. Los fines de semana el ritual se adelanta a la hora de comer. Ninguno estamos por la labor de estar en casa un sábado a las diez, salvo causas puntuales y justificadas como la gripe.
– Hoy he tenido un examen con dos clases. No tengo ni ganas de ponerme a corregirlos – comenta airada.
Siempre se queja de que los alumnos no tienen suficiente respeto por su asignatura. Mi opinión es que, además de eso, ella también puede ser muy estricta. Simplemente le apasiona y espera que los demás adquieran o muestren su misma pasión.
– Deberías plantearte meterles un poco menos de caña – sugiero.
De reojo, observo cómo Sandocán me pone ojitos suplicantes. Si yo me tuviera que comer ese pienso tan asqueroso, también suplicaría.
– Me niego – responde ella indignada, dando un golpe en la mesa que me sobresalta –. Lo que les enseño es lo mínimo indispensable.
El problema es que el rango de indispensable de mi madre es demasiado amplio para un simple estudiante de instituto.
– Vale, vale. Tú eres la profe – digo cortando por lo sano.
Hace mucho que renegué de ganarme la vida con la música. No es que la odie, pero no es la razón de mi existencia. Me gusta cantar, pero en la ducha. Tengo nociones básicas de piano y violín, que jamás pondré en práctica. En cuanto tuve voluntad para negarme a seguir con las clases, así lo hice. Al final, mi madre tuvo que hacerme caso. Estaba claro que yo estaba más orientada a las matemáticas, la lógica y los ordenadores.
Sé que mi madre se llevó una tremenda decepción cuando decidí lo que realmente quería estudiar. Dado el padre biológico que tengo, ella se esperaba que fuese igual de apasionada por las actividades creativas que él, ya que es el comportamiento típico de las hadas. Revolotean sin remedio alrededor de los focos de pasión, como polillas en la luz.
En ocasiones, cuando un artista se refiere a alguien como “su musa”, quizá no va tan desencaminado. Ahora, eso no quiere decir que todas las hadas se dediquen a eso. Las hay de las que prefieren generar discordia y terror antes que buenos pensamientos. Todo sentimiento es poderoso y hace que ganen fuerzas de igual manera. El hombre del saco o el monstruo de debajo de la cama a veces existen y no siempre es sólo cosa de niños.
– Por cierto, mamá, ¿cuándo volvía Jon? – Sí, estoy cambiando de tema de forma radical.
– La semana que viene – contesta ella –, pero se queda muy poco.
De repente su indignación se ha convertido en una ligera tristeza. Le echa de menos, como era de esperar.
– ¿Otro congreso?
– Sí… A ver si esta maldita racha se acaba pronto.
Me abstengo de añadir nada más, porque es de esos momento en lo que todo lo que diga puede ser utilizado en mi contra. 
Jon es la pareja de mamá desde que tengo memoria. De hecho, la idea de regalarme a Sandocán fue cosa suya. No sé cómo asimiló mi desaparición, ya que mantenemos lo de mis genes no humanos en secreto. El caso es que son tal para cual. La única razón por la que no tienen una relación más formal que un registro de parejas es porque mi madre tiene fobia a pasar por un altar de verdad. La verdad es que no sé si mis padres llegaron a casarse o no. Jamás escuché la palabra divorcio o separación. Puede que lo guardaran muy en secreto o que ni siquiera fuera necesario.
Sandocán gime tan bajito que sólo yo puedo oírle. Mamá ni siquiera gira la vista. En cuanto sabe que yo me he dado cuenta y le vigilo por el rabillo del ojo, el muy listo se relame dejándome bien claro qué es lo que quiere.
– ¿Me pasas agua, por favor? – pido, señalando a la jarra que se ha quedado en el mesado. Se nos ha olvidado ponerla en la mesa.
Mamá se gira para cogerla y yo aprovecho la ocasión para lanzarle un trozo de mi cena al perro. Es visto y no visto. Hasta dudo que haya rozado el suelo.
Nota mental: sugerirle a mamá otra marca de pienso.
Después de ayudar a recoger, aunque el lavavajillas hace la mayor parte del trabajo, me toca recuperar mi mochila de la entrada y cargar con ella hasta mi cuarto. Tengo que hacer el último esfuerzo del día y repasar los apuntes para mañana. Esta vez no permito a Sandocán venir conmigo, me acabaría distrayendo. Le abriré la puerta cuando me vaya a ir a dormir. Le gusta dormir a los pies de mi cama. Es mi peculiar guardaespaldas peludo.
Sí, no tengo una vida interesante. De hecho, lucho porque así sea. Me gusta mi normalidad, mi rutina.
Me encierro en mi cuarto, enciendo la luz, saco el portátil, me dirijo hacia mi escritorio y…
Un sudor frío me recorre de arriba abajo. Sujeto el ordenador bien fuerte contra mi pecho para que no se me caiga.
Ahí, perfectamente alineada con el borde de la mesa, hallábase la carta. La maldita carta. Por supuesto, intacta.


martes, 1 de octubre de 2013

Uno (I)

Uno


«Las hadas no existen y, si se empeñan en hacerlo, ignóralas.»

            Mi nombre completo es Alethia Emelia Karen de Phantasos y enterarme fue el primer gran susto de mi vida. Por cierto, al primero que me llame así, le dejo sin muelas. Después ya negociaremos los costes del dentista.
Al parecer fue idea de mi padre, al que conocer lo que es conocer, realmente no conozco del todo. Recuerdo demasiado poco de esa figura alta y, curiosamente, con tendencia a salir borrosa en las pocas fotos que mi madre consiguió sacarle (casi preparándole emboscadas). Mi madre aplaudió la idea, así que aquí me tenéis. Tengo tres nombres y tan poco corrientes que no sé cómo es que les dejaron inscribirme en el registro. Tengo una pequeña teoría que vuelve a implicar a mi padre y su peculiar técnica de persuasión, que mala no es si ha conseguido a convencer a la cabezota de mi madre y al señor que me metió en el sistema. Lo que más me sorprende a día de hoy es que el sistema no diera problemas.  
Sin embargo, para mi infortunio, el nombre no fue el único “legado” que mi padre me dejó antes de esfumarse de mi vida, detalle por el cual a veces le guardo un poco de resquemor. De hecho, no sabría decir si le guardo más resquemor por que se fuera o por hacer que yo me sienta un bicho raro cada vez que alguien se da cuenta de lo peculiar de mis rasgos.
El primero de ellos, para empezar suave, son mis ojos azules. Sí, bueno, nada especial en apariencia. El caso es que… tienen la curiosa manía de brillar cuando hay luna llena. La de veces que he tenido que soportar bromitas de si es por ser hombre lobo o vampiro. Idiotas, si ellos supieran…
El segundo fue que, cuando me vino mi primer periodo, se me revolucionaron las hormonas y… mi pelo pasó de un azabache precioso como el de mi madre a un tono berenjena oscuro y desconcertante que, junto con los ojos, parece empeñarse en destacar sobre la oscuridad. Sí, no necesito pinturas fluorescentes para que se fijen en mí si camino de noche por la carretera, las tengo de serie.
Mi madre no pudo enamorarse de otra persona, no. Tuvo que escoger a un… un… Bueno, al parecer es de linaje noble y de lo que ellos llaman “el Reino Onírico”, el reino de los sueños, que, hablando claro, es el mundo de las hadas. ¿A que ahora ya no tiene tan poco sentido eso del pelo morado? Y, sí, mi padre es un… “hado”, lo que me convierte a mí en algo muy raro. Medio hada, medio humana. Todavía estoy digiriendo ese estado, así que no sé cómo llamarme a mí misma.
Pero, si ya pensáis que esto raya el límite de la cordura, mejor no sigáis leyendo, porque todavía no os he hablado de mis capacidades extrasensoriales (a veces, tremendamente molestas). Pequeños flashes que no deberían de suceder, unas alas ocultas bajo una chaqueta que nadie percibe, animales antropomorfos que cogen el metro para ir a trabajar o extrañas mascotas camufladas bajo la apariencia de un tierno terrier. Quizá el artista callejero con sus marionetas en verdad esconde unos pies de fauno bajo el largo abrigo. Puede que la profesora de literatura que tanta manía me tenía tuviera algo más de ogro que el sentido figurado. Incluso me planteo una teoría bastante consistente sobre la vecina agorafóbica del piso de arriba obsesionada con los gatos. Actualmente, el mejor uso que le encuentro a esto es para asegurarme de que estoy en contacto de hadas el menor tiempo posible. Cuanto más lejos de sus problemas y sus rollos de cortes, mejor para mi salud (tanto mental, como física). Pero, es curioso, no siempre les tuve tanta “alergia”.
Cuando era pequeña tenía tantos amigos imaginarios (o al menos el resto del mundo pensaba que sí lo eran) que no tenía interés en hacerlos de carne y hueso. Era más divertido hablar con las hadas, ¿verdad? Sí, yo pensaba lo mismo hasta que, bueno, algo me hizo cambiar de opinión de forma radical. Pasé de aceptar mis ojos azules (el pelo morado vino más tarde) a tratar de convencer a mi madre de que me dejara usar cualquier tipo de lentillas. Años más tarde descubrí que ni las lentillas cubrían el brillo, al igual que también averigüé por las malas que el morado de mi pelo prevalece incluso con el más profundo de los tintes.
Pero, ¿qué puede ser tan traumático para una niña como para decidir que no quiere mezclarse con hadas durante lo que le queda de vida? Bien, ese fue el día en que descubrí el último de los dones que heredé de mi padre  y fue cuando, sin querer, sin saber ni entender, me catapulté de forma imprevista al Reino Onírico, del cual a día de hoy todavía no sé salir de forma voluntaria.
Allí aprendí varias de las lecciones más importantes de mi vida. Primera: no todas las hadas son buenas. Segunda: si alguien te ofrece ayuda, duda dos veces y recela otras dos. Tercera: tu nombre es poder, así que no lo compartas con nadie (gracias a dios que no soy capaz de usarlo entero). Cuarta: si puedes evitarlo, no vuelvas allí; si no has podido, sal en cuanto tengas ocasión. Quinta: nunca y bajo ningún concepto ofendas a nadie, porque tienen muy mal gusto a la hora de imaginar castigos. Por suerte no llegué a sufrir ninguno. Era pequeña pero lista. No obstante, sí tuve que presenciar uno antes de, mágicamente, vaporizarme de nuevo para reaparecer en mi casa. Fueron las peores tres horas de mi existencia.
Lo más curioso de todo es que el primero de mis nombres, Alethia, es la versión arcaica de Alicia. Cuando descubrí eso empecé a sospechar que mi padre tenía un muy mal sentido del humor. Era como si hubiera previsto que yo iba a heredar ese don que aborrezco.    Soy una Alicia moderna que no quiere saber nada de Wonderland. Lo malo es que yo no necesito meterme en ninguna madriguera para aparecer en ese lugar de locos.
Después de que eso sucediera, me negué a salir de mi cuarto en tres días. Mi madre tuvo que obligarme a comer, pero me tuvo que traer la comida hasta allí. Fui una bolita temblequeante escondida bajo dos mantas hasta que, al fin, tomé una decisión, y fue la de no querer volver a saber nada más de ese sitio. Lo malo que era que ese sitio se empeñaba demasiado a menudo en querer saber de mí. Por suerte, no volví a teleportarme allí al menos en una temporada. A la semana siguiente de lo ocurrido, me regalaron a Sandocán. Así fue como terminé teniendo perro y un amigo de carne y hueso. No era una persona, pero iba mejorando. Ese día también dejé atrás los amigos invisibles.
Así que aquí me tenéis, un espécimen único en el mundo, tanto que de pequeña tenía que sufrir los tintes de pelo una vez por semana sólo para que mis compañeros no empezaran a hacer preguntas que a esa edad yo no sabía contestar. Ahora, si alguien lo hace, simplemente digo que me parecía más disimulado que el ponérmelo verde. Pero claro, las cosas son muchos más sencillas cuando se te acercas más a los 25 que a los 15. Tras pasar la adolescencia, una etapa bastante crítica en mi pequeño universo al margen del mundo conocido, donde tenía problemas un pelín más serios que el acné, las cosa parecieron normalizarse. Sí, al fin estaba a gusto con mi vida, con mis estudios, con mis amigos (los cuales, por cierto, no tienen ni idea de todo este tinglado), cuando, de nuevo, todo se va al traste, como suele suceder en estas circunstancias. ¿Y por culpa de quién? Oh, os dejaré que lo adivinéis, y creo que no tengo que daros ni la primera letra.
Exacto, muy bien. Hadas. Otra vez.
Todo comienza un jueves a las cinco en el “Back Stage”, hora en la que la mayor parte de los universitarios (o al menos la parte que se toma en serio eso de la universidad) tenemos el cerebro a medio fundir y sólo nos apetece estar sentados y charlar del largo día que, para mí en cuestión, empieza a las 6 de mañana con el despertador y las patazas de Sandocán sobre el edredón. Se trata de una cafetería normalita con la única peculiaridad de que es la más cercana a la facultad, así que se ha convertido en un nido de estudiantes y en la sede no oficial de los mayores campeonatos clandestinos de Mus. Tal y como nos han diseñado el horario, algo hay que hacer en las horas libres, ¿no?
Yo me encuentro en mi esquina favorita, justo al lado contrario de la enorme televisión. Así sé que, por el efecto imán que tiene la caja tonta, tengo más posibilidades de pasar desapercibida, que es mi objetivo, y además puedo observar con tranquilidad quienes entran al local. La barra está a la derecha y, como siempre, abarrotada. Al lado izquierdo se extiende el primer nivel de mesas. Al fondo está la puerta y, justo al lado contrario, las escaleras hacia el nivel superior que, a las horas críticas, se utiliza como comedor, pero que ahora mismo no tiene una función distinta que la del primer nivel salvo que está más escondida. No hace falta mencionar que ahí es donde me encuentro, ¿verdad?
 Miro el reloj por quinta vez y bufo. Como siempre, Daniel llega tarde y, para variar, Helena llegará más tarde todavía. Pero mientras mi mayor problema sea que esos dos no saben mirar el reloj (o lo miran pero les da igual), me puedo dar con un canto en los dientes.
Es en ese preciso momento, mientras les espero, cuando lo veo entrar en la cafetería. Inconscientemente, me encojo en mi sitio, como cada vez que veo algo así. Después, clavo los ojos en la cosa para leer más próxima que encuentro, que en esta ocasión es el menú, pero a veces me ha servido hasta el prospecto del bote de analgésicos.  No quiero mirarle, no puedo mirarle. Si le miro sabrá que sé que está ahí,  y las personas normales no pueden ver a través del manto onírico. Para el resto del mundo ahí no hay nadie o no tiene el mismo aspecto que yo veo, o es un tipo tan normal que nadie se fija en él.
Así que ese tipo de ahí no es ningún paje con capa de terciopelo, florete y orejas picudas y, por supuesto, no lleva una trenza azul hasta las caderas, no, es un… un repartidor, eso es, y reparte… reparte…
 Oh, no, ¿me está mirando? ¿Viene hacia aquí? No, seguro que no, seguro que… sólo está de paso. Seguro que no me he fijado bien y hay algún duende cleptómano camuflado entre los estudiantes.
Pero me quedo sin excusas creíbles en cuanto se para delante de mi mesa y su sombra cae sobre mí obligándome a levantar los ojos de la carta y a clavarlos en él. Mierda.
– Hola – saludo, y le regalo una sonrisa bastante ácida, la que sugiere sin decir nada un “dime qué quieres y por qué me molestas”, pero con mejor educación.
Ante mi agrio saludo, y haciendo que casi me caiga de la silla, el tipo se inclina con una profunda reverencia en la que casi toca el cenicero con la barbilla. Me apresuro a mirar con urgencia a ambos lados. No parece que nadie se haya dado cuenta, menos mal. Eso significa que soy la única que lo veo… o igual simplemente ha sido casualidad. Nunca soy capaz de distinguirlo por completo. Por si acaso, antes de que el tipo se ponga a hablar, me apresuro a engancharme el auricular del manoslibres en la oreja. No quiero parecer loca, o más todavía de lo que ya aparento.
Voy a abrir la boca para para empezar diciendo que sea tenido que equivocar, que no me busca a mí, que tiene que haber un error y que vaya a buscar al bar de enfrente, pero él toma la palabra nada más volver a erguirse:
– ¿Lady Alethia Emilia Karen de Phantasos, hija de Lord Elderian Theneber de Phantasos, Duque de la Casa del Plenilunio?
Escuchar mi nombre completo con tanta pomposidad casi me mata, pero oír cómo ha llamado a mi padre no lo mejora. ¿Casa del Plenilunio? ¿Lady, yo? ¿Pero de dónde han sacado a este tipo? Y, más importante, ¿quién diablos habla así en pleno siglo veintiuno? Hadas tenían que ser…
Aun así, no me queda otra que asentir despacio con la cabeza, hija o no de ese señor, nadie puede tener un nombre tan complicado como el mío. Es curioso porque, lo poco que recuerdo de mi padre, no distaba mucho de cualquier persona normal. Quizá era porque aún no podía ver con claridad tras el velo, pero no recuerdo ningún signo que le hiciera destacar, a excepción del color del pelo y los ojos que yo he heredado.
En fin, el caso es que digo que sí, que esa (supongo) soy yo y, al instante siguiente, tengo ante mí un sobre enorme apergaminado y resplandeciente con un enorme sello lacrado y un escudo de armas que no he visto en la vida. Se trata de media luna fundida con un sol y mucho ornamento alrededor, pero no hay nombres, a excepción del mío propio en perfecta caligrafía llena de filigranas. Bueno, al menos han sido considerados y no han utilizado el alfabeto onírico, el cual no sé leer. Aun así, van listos si creen que por mandarme a un hortera con una carta van a hacer que entre en sus juegos, ¡ni soñarlo!
Sonrío, y le doy las gracias por su labor y espero a que él repita la pomposa reverencia, casi tire el cenicero y, para mi alivio, termine dejando el establecimiento al mismo ritmo al que llegó. Sólo entonces, cuando le veo cruzar la calle y perderse en la multitud, me permito resoplar profundamente y coger una buena bocanada de aire justo al instante siguiente. No me había dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración hasta ahora.
El caso es que el sobre sigue delante de mí, resplandeciente y perfectamente alineado con la mesa. Chasqueo la lengua y, acto seguido, miro a ambos lados. Todo el local sigue a lo suyo, como si nadie hubiera entrado y salido de él.
¿Qué hago con él? ¿Lo tiro en el paragüero? No, no, no quiero que lo encuentren sin querer. ¿Se lo doy a las camareras para que lo tiren a la basura? No, no, demasiado sospechoso. ¿Salgo afuera y me deshago de él en una esquina? No, que igual el paje repipi sigue por ahí. Me estoy quedando sin opciones. ¿Lo hago trocitos y me lo como? No, muy indigesto…
¡Ah, ya sé!
Con disimulo, todo el que puedo tener, cojo el sobre, lo meto en el bolso, hago como que necesito ir al baño y, una vez dentro, tranco bien el pestillo y tapo la alarma de incendios con un calcetín. No, no fumo, pero nunca está de más llevar un mechero de propaganda en el bolso. Mi bolso está lleno de cosas extrañas cuya mayor utilidad viene a ser cuando me pierdo en el Reino Onírico.
Total, que me deshago de él en el aseo de señoras. Sí, sin tan siquiera mirar qué hay dentro. No me interesa, no quiero saberlo. Las hadas traen problemas, siempre. Es casi más exacto que la Ley de Gravedad. De hecho, lo troceo y lo quemo lo suficiente para que sea un amasijo de cenizas apenas irreconocible y que, por supuesto, de mi nombre no queden ni las iniciales.
Me acuerdo de recoger el calcetín justo antes de abrir de nuevo el cerrojo. He tenido que esperar a que el humo se disipara un poco. Cuando salgo fuera y me vuelvo a sentar, al fin veo a Daniel entrar en el local. Miro el calcetín que aún tengo en la mano. Lo sujeto aún con más fuerza porque la tentación de tirárselo es demasiado fuerte (llega una hora tarde, ¡una hora!) y decido que es mejor volver a ponérmelo.
– Hola, al fin te dignas a aparecer – escupo en cuanto se sienta.
– Lo siento, pero hubo avería en el metro. Tuvimos que esperar dentro y…
– Las averías del metro son demasiado frecuentes en tu línea.
– ¡Eh! Que no es mi culpa.
– Sí, pero el trabajo no se hace solo. Menos mal que ya he empezado a leer algo.
– ¿Ah, sí? ¿De qué?
– Del ritual de apareamiento del mejillón cebra – respondo.
– ¿Qué?  – pregunta él confundido momentáneamente.
– ¡Pues de qué va a ser! De la bibliografía, hombre. Que tenemos que acabar esto para la semana que viene. ¿Acabaste tu parte?
– Sí, bueno, a medias…
– Define “a medias”.
– He estado… redactando la introducción y… – dice mientras saca una libreta escrita con letra temblorosa y llena de tachones mal hechos.
Casi casi como si lo hubiera escrito sobre la marcha, de pie y en un vagón de metro traqueteante.
– Lo has venido escribiendo por el camino, ¿no?
–Sí... – admite en el momento en el que le sacudo la libreta delante de las narices.
– Entonces no había avería en el metro, ¿correcto? – prosigo mientras la suelto en la mesa.
El da un saltito en la silla y agacha la cabeza. 
– S… No. – Al fin lo admite, es un paso.
– Vale, oficialmente me debes una cerveza. Ahora pongámonos a trabajar – concluyo y saco un grueso libro de la mochila –. El capítulo siete y el once son interesantes. Vete echándoles un ojo. Yo empezaré con éste. – Señalo mi propio libro, tan grande que tengo que puedo poner el portátil encima y aún sobresale por las esquinas –. Y te juro que pienso matar a Helena como tarde mucho más…
Agarro el libro, lo abro por la mitad y empiezo a buscar la página por la que me quedé. En ese momento, la campanilla de la puerta suena y, hablando de la reina de Roma…
– ¡Hola! – saluda Helena con una radiante sonrisa mientras se sienta en la última silla libre –. Siento haber tardado pero no encontraba sitio para aparcar y…
– Volviste a perder las llaves debajo del sofá, ¿no? – afirmo mientras paso la página.
Helena se queda congelada en el sitio.
– ¿Qué te hace pensar eso? Sólo he tardado un poco más de la cuen…
Alzo los ojos momentáneamente, ella se detiene a media frase. Yo tomo la palabra:
– Se te cayeron y has puesto la casa patas arriba hasta que las encontraste. Lo más probable es que fuera anoche mientras te quedabas enganchada al maratón de cine de terror del Canal Ocho. ¿Me equivoco? – insisto mientras resoplo.
– ¿Cómo lo…?
– ¡Ajá! – dice Daniel acusadoramente mientras la señala con el dedo.
Un par de personas se giran para mirarle y yo le miro severamente para que se controle.
– Todavía no sé cómo lo hace – admite Daniel a Helena.
Sí, les maravilla mi pequeña habilidad para detectar mentiras. Cuando alguien me miente, si es humano, me es muy fácil ver la verdad en sus ojos. A veces es tan completa que da miedo. Es un recurso intimidatorio interesante. La mayor parte se queda boquiabierta, pero tengo que controlarme porque más de uno me ha acusado de espionaje. Como si no tuviera mejores cosas que hacer.
– Bueno, dejémonos de tonterías. ¿Has hecho tu parte? – pregunto directamente a Helena levantando ligeramente la vista de mi lectura.
– S…No… –. No me lo puedo creer.
– Manda huevos – se me escapa.

Esta tarde va a ser verdaderamente larga. 

Prólogo: El sepulcro de hielo


El jefe de la guardia suspiró. Parecía que ese era el lugar, así lo indicaban los primeros arcos de hielo a cielo abierto que conducían hacia la puerta diamantina. Le había costado llegar más de lo esperado, y eso que ya le habían puesto sobre aviso acerca de la dura travesía hacia las Tierras del Invierno. Sin embargo, tenía que verlo con sus propios ojos. Tenía que verle por última vez, a pesar de estar sumido ya en el Sueño Eterno. Más de una vez casi había sucumbido a la Tristeza, casi, pero no por nada había llegado tan lejos en sus aspiraciones. Así fue como sobrevivió a los páramos. Así es cómo llegó a la prisión.
Bajó de su montura y caminó por la nieve. La armadura brillaba  con el destello del sol de invierno. Con cada paso, la nieve virgen crujía bajo sus pesadas botas. Cada vez que respiraba, una nube de vaho le recordaba la temperatura a la que se encontraba. Por suerte, había sido previsor. Viajaba con la indumentaria adecuada y un par de encantamientos de emergencia. Además de chocolate. Aunque no lo había llegado a probar, podía haberle salvado la vida al luchar contra el pesar que impregnaba cada copo, cada trozo de hielo.
La nieve caía, impasible. Era consciente de cómo iba cubriendo sus hombreras y anidaba en sus cabellos. Decían que nunca dejaba de nevar, que era el castigo de esa región por las afrentas pasadas. Había quienes afirmaban que eran lágrimas congeladas. Quizá por eso, pensó, la gente de las nieves siempre parecía melancólica y alicaída. Seria y de tez grisácea. Pero él también se sentiría así si tuviera que vivir en un lugar como éste, velando los sueños de los condenados. Porque era lo único que hacían allí. Ellos eran los carceleros de los Dormidos, los Penitentes. Aquellos que estarían lamentándose de su falta eternamente. Un destino, a su parecer, mucho peor que la muerte, que el desvanecimiento, que el olvido. Quizá esa tristeza, la de los propios reos, su sufrimiento, era lo que hacía precisamente que nevara por siempre. Todo podía ser. Causa y efecto, muchas veces se funden y se confunden.
Se llevó la mano al pecho antes de cruzar el último de los arcos. Ahí la congoja, la presión, era mucho más intensa. Era agónica. Pero se armó de valor y avanzó. Ya había llegado demasiado lejos para echarse atrás.
Al fin, llegó a la puerta. Allí ya le estaban esperando. Eran dos, de raza nívea, lo sabía sólo por los párpados blanquecinos y los ojos azules, pues se hallaban cubiertos de pies a cabeza. Los dos lucían armaduras de la guardia invernal y enarbolaban pesados báculos con brillo glacial.
– Le estábamos esperando, señor – murmuro el primero de ellos –. Mi nombre es Zholt. Espero que no haya tenido problemas para encontrar el lugar.
– No demasiados – mintió, pero no tenía ganas de rememorar la travesía. Se resumía en frío, ventiscas y hielo. Y mucha nieve. Nieve por todas partes –. Soy Alisthar Filocertero, guardia de la Casa del Mediodía.
– Lo sabemos – contestó el segundo –. Mi nombre es Sohrem y hoy seré su guía. Acompáñeme, por favor.
Diciendo esto, alzó el pesado báculo, que centelleó en un breve parpadeo. Al instante siguiente, toda la puerta empezó a desprender un enigmático fulgor. Ni siquiera Alisthar había contemplado algo parecido durante sus años sirviendo a la Corte. No puedo evitar que se le escapara una media sonrisa de aprobación.
Entonces, la puerta comenzó a abrirse sola, como empujada con una gran fuerza invisible, dejando al descubierto el inicio de un pasillo de cristal custodiado por un centenar de columnas translucidas que se retorcían hasta el alto techo. Allí volvían a estar una vez más los arcos.
– Aquí la magia es poderosa. Aquí duermen muchos sueños truncados, y muchas más pesadillas. Por eso no debe entrar nunca sin un guía. Podía desorientarse y perderse y acabar como ellos…
– Es bueno saberlo – observó él ante el poco alentador consejo.
Sonaba aterrador, a pesar de ser totalmente cierto.
En cuanto ambos cruzaron el umbral, la puerta se cerró tras ellos. Durante unos instantes se hizo la oscuridad, a excepción del tétrico báculo que Sohrem sostenía con firmeza y convicción.
            Entonces, los arcos comenzaron a brillar tenuemente, marcando el camino a seguir.
            – Interesante… – murmuro Alisthar.
            – Se lo dije, señor. Magia antigua – dijo Sohrem a su lado mientras echaba a caminar.
            – ¿De cuándo data este lugar?
            – No lo sabemos, señor. Es anterior a un momento que alguien pueda recordar.
            Alisthar asintió. Sí, era uno de esos lugares ancestrales anterior a la unión de las Cortes, anterior a la Tregua, cuando la magia era salvaje. Pero la Unión había sido necesaria para no terminar destruyéndose unos a otros y la Tregua había sido la solución. La misma que ahora pendía de un hilo debido al sujeto por el que había decidido viajar hasta ese maldito agujero helado.
            Al final del largo pasillo empezaban las escaleras de cristal hacia las entrañas de la tierra. Los peldaños flotaban equidistantemente con elegancia. Sohrem fue el primero en entrar y, al igual que con los arcos, ésta vez fue la superficie de los peldaños la que comenzó a desprender un suave fulgor. Sin embargo, era más tenue que el de los arcos. Ahora lo que más brillaba era sin lugar a dudas el báculo del vigilante.
            Sin rechistar, Alisthar siguió a su guía. Vigilaba en todo momento dónde ponía los pies, por miedo a caerse. Sin embargo, cuando Sohrem le aseguró que los escalones sólo caerían ante una gran brecha en el flujo de magia, al fin se pudo centrar en la verdadera naturaleza del oscuro túnel que estaba recorriendo. Cuando se alzaba la mirada del camino luminoso, su verdadera naturaleza se revelaba.
            Las paredes eran traslúcidas. En ellas, encerrados en ataúdes helados, en prismas eternos, dormían los Condenados. Distinguía razas, formas, vestidos, armaduras, joyas, épocas, eras. Nada de eso importaba en un lugar como ese. Porque dormirían allí eternamente.
            Por suerte, el muro no le dejaba ver sus rostros. Sus identidades permanecerían perdidas en el anonimato de ese devastador lugar. Hasta consumirse ni recordar siquiera quiénes fueron.
            – ¿Cuántos hay? – preguntó Alisthar manteniendo firme la voz a pesar de la sorpresa.
            – Miles.
            – ¿No hay un número más exacto?
            – Puede, pero hace siglos que dejamos de contar. Hubo una época en que venían demasiados. Ahora es casi un hecho insólito.
            – La época de las Cortes.
            – Así es, señor.
            La escalinata parecía eterna y la sensación de opresión estaba atormentándolo cada vez más. Ese lugar realmente era capaz de hacer recordar al alma más pura sus peores faltas.  Hasta aquellas que él mismo había olvidado volvían a su mente con más fuerza. Llegado a un punto del camino, se vio obligado a parar. Si seguía empeorando a ese ritmo, la tristeza le consumiría antes de ser capaz de poner frente a frente con el sujeto. ¿Había llegado tan lejos para tener que dar la vuelta?
            – ¿Se encuentra bien?
            – ¿Cuánto falta? – contestó él.
            – Demasiado para su estado – respondió el vigilante sin pizca alguna de emoción en su voz.
            Realmente parecía que se les había helado el corazón. Podía ser la única explicación por la que ellos podían sobrevivir.
            – No voy a dar la vuelta… – empezó él.
            – No será necesario – dijo Sohrem mientras alzaba la mirada hacia su báculo.
            Lo inclinó levemente y la tenue luz se derramó sobre el abatido Alisthar. Al instante siguiente, el Pesar se aligeró. De repente, podía continuar.
            – ¿Qué me has hecho? – preguntó.
            – Le he ayudado un poco, señor, pero me temo que no durará mucho. Es mejor que nos apresuremos.
            – ¿Dónde está el prisionero?
            – Los más peligrosos son los que están más abajo. Tienen una cámara individual, para garantizar que no despierten.
            – ¿Tan peligroso creen que es?
            – Mató a un Rey – dijo él simplemente.
            Alisthar asintió y bajó brevemente la cabeza. Todavía no conseguía creérselo, no podía ser que existiera alguien con semejante poder. El Rey Grifo muerto, era prácticamente imposible. Por eso tenía que llegar al fondo del asunto. Tenía que enfrentar a aquel que urdió tal horrendo crimen. Estaba seguro de que ese individuo no actuó solo. Estaba seguro de que detrás de la muerte del Rey Luminoso se escondía una conspiración más profunda.
            Revitalizado por el efecto del báculo, se obligó a sí mismo a seguir a Sohrem. Sólo un poco más, un poco más. Entonces, al fin le tendría de frente.
            Tras lo que pareció una eternidad, al fin las escaleras terminaron. El frío parecía haberse incrementado con cada peldaño descendido. Incluso…
            Levantó la cabeza y miró a su guía. Éste no necesitó que dijera nada. Comenzó a responderle.
            – ¿Lo nota? Es el Sueño. Traspasa los límites de las prisiones, para asegurar que los reclusos no despierten. Avíseme a tiempo si cree que no puede soportarlo.
            – Está bien… – asintió él.
            De todas formas, no podía hacer otra cosa. No quería quedarse encerrado en ese lugar por siempre.
            – Por aquí – dijo entonces Sohrem.
            Comenzó a guiarle a través de un elaborado pasillo esculpido en la piedra, ¿o era hielo? La oscuridad le impedía tener más detalle. La piedra y el hielo podían confundirse en un lugar como aquel.
            Cada cierto tiempo, una llama azulada se prendía en los recovecos de las pareces.
            – ¿Fuego azul? – preguntó él.
            – Sí, fuego frío. No podemos arriesgarnos a traer calor.
            – ¿Desharía el Sueño? – preguntó extrañado.
            No podía ser tan sencillo. No podía tener un punto débil tan obvio
            – No, perturbaríamos a la magia.
            – ¿A la magia?
            – Sí, la Magia Antigua. Es demasiada para contenerla. El Sueño la mantiene bajo control, aletargada. El frío la mantiene estancada. El lugar y la magia están en armonía. Es mejor no tentar al destino y romper ese equilibrio.
            Alisthar se limitó a asentir. Sabía qué era la Magia Antigua, aquella anterior a la Unión, o más atrás, anterior a la primera separación. Se decía que ese tipo de magia nació con el mismo Ensueño, el poder que originó los Reinos. Por eso hacía mucho tiempo que se había olvidado la forma de controlarla. Simplemente, se la dejaba existir. Aunque quizá era más acertado decir que era ella la que les dejaba existir a ellos.
            Durante el avance pudo contar varias puertas. Todas cerradas y con las juntas recubiertas de hielo, como si no se hubieran abierto en decenios, ni se tuviera intención de hacerlo en un futuro inmediato. En cualquier momento podían convertirse en parte de los muros y nadie lo notaría.
            Entonces Sohrem se detuvo y Alisthar le imitó.
            – Ya hemos llegado – anunció y alzó una vez más el báculo.
            Dos enormes candiles se prendieron con llamas azuladas a ambos lados de una gloriosa puerta en la que se apreciaba con enorme claridad un mural helado de aquel que dormitaba en su interior. Se veían las alas, la capa negra destrozada, la capucha que no dejaba ver su rostro más allá de su boca perfilada en una única línea, las enormes garras sosteniendo una espada, con la que se cree que mató al Rey, pero que jamás se pudo encontrar, y los rasgos de bestia. Sí, era una bestia. El que dormía dentro además tenía colmillos afilados y ojos animalescos.
Todo eso se podía conocer sólo mirando a la puerta. Aun así, en ese mural hasta parecía más humano de lo que en realidad era. La expresión de sus labios era la de alguien sufriendo.
            – ¿También por la Magia? – preguntó refiriéndose a la puerta.
            – Sí, señor. La puerta siempre adquiere la forma de aquel que guarda.
            – ¿Por qué las otras que hemos visto no son así?
            – Porque esas eran sólo entradas a corredores secundarios. Esta es la mayor de ellas. La más segura. También la más profunda.
            Él asintió una vez más. Todo tenía sentido. Todo lo que le había estado diciendo hasta ahora. Pero nunca había estado en uno de esos lugares y se sentía abrumado y perdido a partes iguales. Siempre se había considerado a sí mismo alguien con buenos conocimientos. A partir de ese día, podía afirmar que tenía que romper sus propias barreras. Necesitaba saber más. Pero después de hacer lo que había venido a hacer. No sabía cuánto resistiría el escudo de Sohrem, que ya estaba empezando a ceder. La presión de la Tristeza estaba volviéndose más fuerte.
            – Adelante, ábrela – pidió.
            Sohrem inclinó ligeramente la cabeza en señal de respeto y cumplió a su petición. Con un golpe seco en el suelo del báculo, la puerta comenzó a abrirse, rompiendo el hielo que se había formado en sus bisagras, quebrando la escarcha de las juntas, haciendo que se desprendiera parte del relieve del mural.
            Dentro, como ya sabía, estaba él.
            La estancia era circular. En el suelo se podía observar el círculo rúnico que anclaba al cautivo a su prisión. De cada glifo mayor brotaban fantasmales cadenas que se enroscaban en torno al ataúd cristalino y, en el centro del círculo, en su prisma helado, se hallaba él. Esa criatura antropomorfa de especie inclasificada e identidad desconocida. No se habían atrevido a despertarla para interrogarla. Había sido contenida por el mismísimo León Alado, el Rey Oscuro, que fue lo único que pudo hacer para vengar la muerte de su hermano. Llegó tarde para salvarlo, pero atrapó al traidor de su propia Corte.
            Se rumoreaba que podía haberse expuesto a varias maldiciones por propia voluntad para ganar poder. Se barajó la posibilidad de que, simplemente, se descontrolara y enloqueciera por ser incapaz de manejar semejante poder. Otros dicen que vendió su alma al Olvido para poder urdir ese crimen. Los más atrevidos sugieren que fue mandado por el propio Rey que le dio caza. Pero esos rumores no llegaron a más porque, aunque el Rey Oscuro ahora estaba sólo en el trono, no podría ocupar el lugar que su hermano gemelo dejó. Un rey para cada trono y ambos reinando como uno. Así era la regla y así debía mantenerse. No había ganado nada con el asesinato. Sólo perder un hermano y arriesgar la unión de las Cortes. No tenía sentido. Pero tampoco se había probado su inocencia. Simplemente se enterró bajo el hielo al mayor de los testigos y se tiró la llave de su celda y, con ella, su testimonio.
            Todos tenían miedo de la ruptura de la Tregua, tanto que ni siquiera se habían hecho preguntas básicas. Como, por ejemplo, si el sujeto estaba maldito o si hizo el ritual del Olvido para aumentar su fuerza, ¿quién le ayudó a hacerlo, de dónde sacó ese conocimiento? O elementos más banales: ¿cómo se coló en las dependencias privadas del Palacio del Sol?
            Nada tenía sentido. Nada cuadraba. Faltaban piezas y él no sabía por dónde empezar.
            – ¿Puedo estar unos minutos a solas? – preguntó entonces.
            No se sentía demasiado cómodo pensando en temas como ese con el vigilante cerca. Era como si pudiera leerle la mente. Necesitaba pensar con claridad.
            – No podrá hacer que despierte, señor. Es imposible, además de una locura.
            – Lo sé, lo sé.
            – No podrá responder a ninguna de sus preguntas, señor.
            – Lo sé – repitió cansado –. Sólo necesito unos minutos. ¿Es posible?
            – Por supuesto, señor. Estaré fuera. Avíseme si necesita algo. No se entretenga demasiado, el escudo no resistirá.
            – Está bien – contestó él mientras observaba cómo Sohrem salía de la estancia y montaba guardia en la puerta.
            Suspiró, agotado, y observó cómo el vaho se escapaba de su boca. Sí, hacía frío. El escudo casi se lo había hecho olvidar.
            Alzó la cabeza una vez más hacia el prisionero. Tan cerca y a la vez tan lejos. Todas sus respuestas estaban congeladas en el hielo. Le habían quitado la capucha y podía ver su rostro, incluida la desfiguración de sus dientes que sobresalían por sus comisuras y la gran cantidad de pelaje negro que, de forma antinatural, cubría sus facciones. Si sólo pudiera encontrar la espada…
            Ya le habían registrado, no la llevaba encima. Tampoco había mucho que esconder dado el estado de sus ropas. No parecían ser viejas pero, aun así, estaban muy deterioradas. Ni siquiera llevaba botas. De hecho, hubiera sido imposible que las llevara, sus pies (o patas) no tenían la forma apropiada. La camisa, o lo que quedaba de ella, estaba prácticamente hecha tiras y en el pecho…
En el pecho.
            Una exclamación de asombro se escapó de sus labios. Por la posición de las manos, reposando sobre su torso, casi se le pasa por alto. De hecho, casi parecía que las manos estaban así por ese mismo motivo. Para que no se notara.
            Dio dos pasos, en dirección al reo. Trató de discernir, agudizó la vista. Estaba casi seguro de lo que veía. Casi. Si sólo pudiera tener una mejor perspectiva…
            La puerta crujió sobre sus bisagras y le hizo girarse con un sobresalto. Acto seguido reconoció la silueta que cruzaba el umbral, majestuosa y gloriosa como cabía de esperar de alguien de su estirpe. Era alguien que jamás esperaría ver allí. Aquel a quien ni siquiera había informado de su viaje. Como acto reflejo, hincó la rodilla en el suelo y se inclinó ante él. Aunque no fuera de su Corte, seguía siendo Rey. Ayron, el León Alado.
            – Mi señor… – dijo –. No esperaba encontrarle aquí.
            – Levanta la rodilla, Alisthar. No es necesario, nos conocemos desde hace demasiado.
            Abrumado, Alisthar obedeció. Nunca había tenido especial trato con Ayron. Siempre se había sentido más fiel a Eithan, dado que eran de la misma Corte. Por eso mismo se había arrastrado hasta el fin del mundo buscando… ¿buscando qué? De momento no tenía nada. Sólo un mal presentimiento y un par de extrañas coincidencias.
            – Mi señor, no sabía de su visita.
            – Oh, pero yo sí de la vuestra. Vine para comprobar que todo estaba bien.
            – Sí, señor, todo bien. Sólo necesitaba… tenerle delante – contestó, no quería dar más detalles.
            – Entiendo. Yo también le echo de menos, Alisthar. Pero ahora hay cosas más importantes que atender que seguir llorando su pérdida. Llevamos llorando demasiado tiempo. Es hora de elegir soberano e impedir que la Tregua se rompa. Es hora de volver al palacio…
            – Pero, señor, sigo sin comprender… – empezó, pero se detuvo.
            No obstante, no a tiempo, porque Ayron ahora le estaba prestando toda la atención del mundo.
            – ¿Qué no comprendes, Alisthar?
            Tragó saliva, sabiendo que ahora no tenía escapatoria.
            – ¿Por qué encerrarlo aquí? – dijo al fin, a sabiendas que no era la auténtica pregunta.
            – Porque éste es el peor de los castigos. Es peor que la muerte.
            – Estoy de acuerdo, señor, pero… ¿no hubiera sido mejor interrogarle antes?
            – ¿Interrogarle? Mató a Eithan, es lo único que necesito saber. Yo mismo le detuve, Alisthar. Vi su poder. Es mejor que permanezca aquí, y que pague por la sangre que ha derramado.
            ¿Por qué sentía que Ayron no quería que estuviera ahí? ¿Por qué sentía que estaba tocando un asunto demasiado delicado? ¿Cómo podía llegar a alguna conclusión teniendo al mayor de sus sospechosos al lado? Necesitaba espacio para poder observar más de cerca al prisionero. Necesitaba ver con más claridad lo que creía haber visto hundido en su pecho. Porque, de ser así, todo se volvería aún más complicado.
            Tenía que ganar tiempo, tenía que hacerlo. Sabía que si seguía a Ayron hacia el exterior, jamás podría volver. No le dejarían volver. O quizá tenía un trágico accidente en el camino, que ya era duro de por sí. Por tanto, ésta era su única oportunidad.
            Lo único que se le ocurría era tratar de seguirle el juego y permanecer ahí todo el tiempo que el escudo de Sohrem resistiera.
            –  Quizá tenga razón, señor. ¿Me permite solo unos segundos? Después, si no le importa, aprovecharé su vuelta a las Cortes.
            – Por supuesto, Alisthar. Faltaría más.
            Alisthar inclinó la cabeza en señal de respeto y avanzó despacio hacia el prisionero. Inclinó la cabeza y examinó con atención el punto en el que creía haber visto el extraño objeto hundiéndose en su carne. Una esquirla negra, una estaca. Los objetos en el Ensueño no siempre eran lo que parecían. ¿Podía simbolizar una espada, un puñal en el corazón? La magia no mentía nunca, sólo tenía que interpretarse. Si había una espada en la puerta significaba que tenía que estar en la sala, aunque esa no fuera su auténtica forma.
            Entonces, si la figurada espada estaba hundida en su pecho, la siguiente pregunta era quién se la había clavado. ¿Ayron, como Rey Oscuro? ¿Eithan, antes de morir? No, no podía ser. Porque, de ser así, ¿por qué evitar que se descubra? Faltaba algo, faltaba algo importante. Una pieza clave que dotara a todo de sentido, algo que revelara todas las cartas de la mesa que, de momento, eran demasiadas y bocabajo. ¿Pero qué?
            Un escalofrío recorrió su columna, detectó el fulgor por el rabillo del ojo. Saltó en el último instante. La esfera de energía chocó contra la prisión cristalina y se deshizo en una voluta negra, sin dejar siquiera un rasguño en la superficie.
            Cualquiera no habría podido esquivar ese proyectil. Por suerte, él no era cualquiera. Alisthar desenvainó su espada, observó a su oponente. Sus ojos no le dejaban entrever sus intenciones, pero sí quedaban bien claras por el arma que empuñaba en su mano, la que le correspondía por derecho. Era su símbolo de poder: La Vara de Erebo. Se decía que el hermano Oscuro sería el guerrero, defensor de los Reinos, mientras que el Luminoso poseería la sabiduría que guiaría al guerrero. Muerto el sabio, el guerrero parecía estar mostrando su verdadera naturaleza.
            – Ayron… Sabía que ocultabas algo – escupió Alisthar.
            Una tenebrosa sonrisa anidó en los labios del aludido.
            – Permíteme que lo dude, Alisthar. ¿Intuir? Se acerca, pero aun así es apuntar demasiado lejos. Sólo… – empezó, mientras la Vara comenzaba a cargarse de energía para asestar un nuevo golpe, esta vez definitivo – era algo a lo que te querías aferrar con todas tus fuerzas.
            Alisthar blandió con fuerza su espada, había sido forjada por el mejor de los herreros para ser capaz de hacer frente a la magia más poderosa, pero dudaba mucho que entre ellas estuviera el poder de la Vara. Ese poder era muy poco usual, era demasiado y único. Por algo era un objeto que sólo podía ser dominado por un Rey.
            – Adiós, Alisthar. Serviste bien a los Reinos – dijo entonces él con una sonrisa de triunfo en los labios.
            Ya creía que tenía la victoria en las manos. Hasta que la Vara demostró claramente su lealtad, y no era hacia él. Así, ésta rechazó a aquel que la portaba, y un chispazo de negra energía hizo que éste se viera obligado a soltarla, y dejando ver una nueva perspectiva a Alisthar.
            – No puede ser... ¡Tú no eres Ayron! Eres… un usurpador – comprendió entonces –. ¿Qué has hecho con Ayron? No… ¿qué has hecho con los dos? ¡Responde! – exigió saber, a sabiendas que tenía las de perder, ahora que sabía tanto.
            – ¿En serio crees que me voy a molestar en contestar a tus patéticas súplicas? – escupió el usurpador mientras sacudía la mano dañada por la Vara –. Y desde luego eres más patético de lo que creía si piensas que necesito el poder de la Vara para vencerte.
            – No subestimes a tus oponentes, quien quiera que seas – trató de mantenerse firme Alisthar, mas sabía que no resistiría demasiado.
            – ¿Que no te subestime? Lo que hay que oír…  – contestó él ante la flaca defensa de su víctima, pero no necesitaba ni tratar de fingir que en verdad estaba encantado de tener motivos para atacarle.
            Cargó energía, esta vez en sus manos, creando un orbe luminoso de relucientes relámpagos, que no dudó en arrojar contra Alisthar. Éste no pudo hacer más que desviarlo con la hoja de su espada, hecha para resistir. La esfera se estrelló contra el hielo. El usurpador repitió el proceso varias veces, como si disfrutara viendo los vanos esfuerzos de su oponente por seguir viviendo.
            – Sólo puedes defenderte, porque te es imposible atacar, ¿y dices que no te subestime? – se mofó el falso Rey mientras, cargando un nuevo orbe y aprovechando que Alisthar no podía parar de defenderse, recogió la Vara del suelo.
            Sin embargo, ésta vez la Vara no le rechazó. Sólo permaneció inerte, como un mero ornamento.
            – Te equivocas, en ningún momento me referí a mí mismo – contestó entonces Alisthar con una sonrisa en los labios, la de aquel que ya sabía cuál sería su destino.
            Entonces  el falso Rey vio lo que Alisthar había estado pretendiendo durante todo este tiempo mientras desviaba todos sus ataques, justo cuando éste hundió el filo de su espada en la última de las cadenas de hielo que sujetaban el eterno lecho del prisionero, la cual estalló en un millar de esquirlas relucientes. Desde el principio él ya había sido consciente de que no saldría jamás de aquel lugar, ni vivo ni muerto. Por eso no tenía nada que perder al intentar liberar al reo al que habían cargado todas las culpas. Ahora creía en su inocencia. Al menos, esa era su mejor opción, porque hasta ese usurpador le tenía miedo.
            – Dejaré que se encargue él – sentenció, hundiendo un poco más la espada, hasta que ya no quedó ni rastro de la cadena y, sin grilletes, la prisión empezó a deshacerse.
            El hielo del ataúd comenzó a quebrarse. Primero, sólo fue una pequeña brecha.
            – ¡NOOO! – gritó el usurpador lanzando el último proyectil, que Alistar interceptó una vez más e incidió directamente sobre el prisma de hielo.
            Así la grieta se hizo más grande. Así el ataúd cristalino se quebró. Así el preso abrió los ojos, unos ojos negros, y se abrió paso a través de su prisión.  El falso Rey tuvo tiempo para cubrirse, mas Ailsthar no tuvo tanta suerte, en ninguno de los aspectos, que fue arrollado por el hielo y el poder mágico desprendido.
            Esa fue la forma en la que la gran bestia se escapó, sin que nadie, ni siquiera el poseedor de la Vara, aunque falso, pudiera hacer nada para detenerla. Abrió las puertas y tumbó a los dos guardias que las custodiaban y, a pesar de que no había escaleras por las que huir, sólo tuvo que sacudir la escarcha de sus alas.
Como si estuviera destinado a no ser retenido.
Por primera vez en lo que nadie jamás recordó, un preso despertó y huyó. De tal forma que la Prisión de Hielo dejó de considerarse inexpugnable. Sin embargo, el precio fue alto, porque el lugar que el reo dejó fue rápidamente ocupado por alguien que, buscando desenredar las razones de un asesinato, descubrió conspiraciones mucho más profundas.
El falso Ayron se levantó y observó el cuerpo inerte de Alisthar. No estaba muerto, pero sí inconsciente. Una afortunada coincidencia. Se giró para observar a los dos guardias de raza nívea que empezaban a volver en sí tras el inesperado suceso.
– Apresadle – dijo en cuanto ambos se pusieron en pie –. Él es auténtico traidor. Vino para liberar a la bestia.
Ambos guardias cruzaron una mirada y asintieron. A ellos no les correspondía la tarea de juzgar, sino la de obedecer.
– Y procurad que éste no se os escape entre los dedos, o me haré cargo  – añadió entonces, cargando cada palabra con un ligero matiz amenazador, suficiente para que los dos entendieran cuál sería el precio de la desobediencia.
 Dicho esto, golpeando con la Vara en el suelo, el Portal se abrió a escasos pasos. Sin abandonar ni un segundo su señorial porte, lo cruzó y éste desapareció al momento siguiente.
Sohrem y Zholt quedaron solos una vez más. Nuevamente, volvieron a cruzar miradas.
– ¿Deberíamos decir algo? – preguntó Sohrem.
– No, no es asunto nuestro – contestó Zholt.
Y juntos empujaron la gran puerta donde Alisthar Filocertero había encontrado, sin quererlo,  el sueño eterno.