domingo, 20 de julio de 2014

Dos (IV)

            Pego un patético gritito y dejo caer el pliego al suelo. Ha empezado a emitir calor. Por un segundo pienso que va a sufrir una combustión espontánea, pero no. Lo que sucede es bastante más caprichoso y típico de estos lares e incluye arcoíris y más luces de colores. Al cabo de un par de segundos, parece quedarse inerte de nuevo. Sandocán se atreve a olisquearlo y lo golpea con el hocico. No sucede nada en absoluto salvo que el perro estornuda. Bueno, eso está bien.
            Al fin, me atrevo a cogerlo y lo observo. Se me escapa una exclamación de asombro al ver qué hay escrito. Hay un mapa en condiciones pero, al contrario de los que estoy acostumbrada a ver, este incluye partes a todo color y movimiento. Los caminos se difuminan y se redefinen. Hay torbellinos de colores con nombres como “a la locura profunda” o aún más absurdos como “hacia allí”. Tras un largo rato, encuentro una especie de estrellita brillante con una insignia que pone “tú”.
            – ¿Ves como no era tan difícil? – le digo al papel, justo antes de preguntarme si me estoy volviendo loca –. Muchas gracias – me acuerdo de decir entonces, ignorando mi vocecita interior que me decía que hablar con planos encantados no es buena idea.
            Al parecer, me encuentro en alguna parte de lo que se denomina camino de plata. Estoy en un bosque que dice llamarse “Bosque sereno” en el claro en el que figura la tienda con el mismo nombre con el que Peppermint me la ha presentado y con una pequeña leyenda roja que dice “cerrada para almorzar”.
            Alzo la cabeza hacia el claro desierto. Bueno, al menos sé que no me lo he imaginado. A menos que el mapa me esté tomando el pelo…
            – Bueno, ¿y ahora qué? ¿Cómo salgo de aquí? – sigo hablándole al papel.
            Ya sin asustarme, vuelvo a sentir un ligero calorcito y veo cómo, proyectado del papel, aparece una magnífica rosa de los vientos al más puro estilo faerico. De hecho, literalmente tiene forma de rosa blanca con agujas doradas que muestran los puntos cardinales y luego una plateada indica hacia el frente. En el papel, se resalta la delgada línea de plata por la que estoy caminando.
            – Oh, bien. ¿Eso me llevará de vuelta al Mundo Gris? – pregunto.
            No obtengo respuesta. Evidentemente, el mapa no habla. Pero el recorrido no cambia ni tampoco la flecha.
            Creo que lo voy a tomar como un sí. Un sí muy silencioso.
            Agarro a Sandocán del collar una vez más y salgo fuera del círculo de fuegos fatuos. Nuevamente, siento un cosquilleo en la piel, la misma sensación electrizante. De repente, me siento un poco más inquieta. Acabo de abandonar un círculo de protección. Eso significa, por tanto, que estoy desprotegida… Y suena realmente mal y desalentador porque estoy siguiendo un mapa mágico que lo mismo me puede llevar a un precipicio. Pero, ¿qué más opciones tengo?
            Exacto, ninguna en absoluto. Bueno, podría ir a sentarme en el andén hasta que pasara un tren en sentido contrario, pero suena igual de arriesgado, porque no creo que ningún tren me vaya a dejar en el lugar donde me monté. Así que, sabiendo esto, me pongo a hacer lo único que ahora mismo parece tener sentido dentro de la insensatez: seguir la flecha plateada.


            Así, prosigo mi camino de baldosas cuadradas, adentrándome más en el bosque. Llega un punto en el que pierdo la cuenta de los minutos que pasan. La flecha siempre se mantiene recta en dirección al sendero. Si hay una curva, ésta se desvía hacia su dirección suavemente. Ese pequeño movimiento es lo único que me da a entender que efectivamente me estoy moviendo hacia alguna parte. Además, la estrellita que muestra mi posición también avanza por el mapa. Aunque no lo suficientemente deprisa para mi gusto. Pero tampoco puedo hacer mucho más, voy sujetando al perro con una mano y leyendo el mapa en la otra. Mi ritmo no es precisamente rápido.
            Despacio, como mi paso, el paisaje vuelve a cambiar una vez más. Al llegar a una bifurcación, observo un nuevo elemento de decoración que claramente dota a todo de un aire mucho más señorial. Aparecen faroles blancos con una forma tan estilizada como los árboles. Cuelgan de postes que terminan en un pequeño arco semicircular y una pequeña llama plateada danza en cada uno de ellos sin que haya vela alguna. Las campanillas de los arbustos parecen de un blanco sucio en comparación con esa luz, no hablemos ya de mi camiseta o mis dientes.
            Según el mapa, es porque ahora estoy en la Senda Lunar, que sigue siendo de plata pero más importante. Imaginarme por qué al ser lunar es más importante no tiene demasiado sentido. A saber qué se le pasó por la cabeza a un burócrata faerico.
            Al cabo del tiempo, me empieza a entrar hambre. Por suerte, me traje algo de comer. No es más que un poco de pechuga de pavo con pan de molde, pero algo me aliviará. Pero el problema es que somos dos. Nada más sacar el bocadillo, Sandocán ya me está poniendo ojitos y se relame de forma poco disimulada.
            – Jo… Vale, ¡está bien! – refunfuño mientras separo parte de la pechuga y se la doy.
            Me queda más pan que otra cosa, pero bueno. Termino comiéndomelo igual. No puedo dejar al pobre animalito sin comer. Estamos en la misma situación. Pero en cuanto llegue a casa me pienso poner morada a tortilla de patata, ¡he dicho!
            Entonces, mientras me guardo en el bolsillo el papel de aluminio hecho una pelota con lo que queda de migas, empiezo a escuchar voces en la distancia. Trago como puedo lo que me queda en la boca y agudizo el oído por si escucho palabras clave como “matar”, “sangre” o similar (y tengo que salir corriendo en sentido contrario). Pero no, lo que llega a mis oídos, para variar, tiene mucho menos sentido.
            – Está medio lleno, fíjate, pasa un milímetro la mitad geométrica – dice una voz.
            – No, no, para nada – le contradice una segunda cargando cada sílaba con suficiencia –. Es más estrecho por abajo, así que está medio vacío.
            – Ambos estáis equivocados – expone una tercera con clara intención de tachar de estúpidos a los dos anteriores –. Seamos realistas, está claro que está por la mitad, por la desviación de la anchura del recipiente.
            Automáticamente, enarco una ceja. Es la conversación más extraña que he escuchado en mi vida y casi parece que están discutiendo sobre el estado de, no sé, ¿una botella? Por decir algo. La situación me recuerda mucho a eso que se dice sobre ver la botella medio llena o medio vacía.
            – ¿Dónde demonios me estás metiendo? – le pregunto al pliego.
            Como respuesta, empieza a formarse una nueva leyenda en el mapa, a un centímetro escaso de donde la estrellita plateada me indica que me encuentro yo. Parece un nuevo claro, pero no estoy demasiado segura de haberme fijado en él antes. La rosa de los vientos sigue indicándome que avance. La letra de la leyenda es bastante pequeña, pero consigo leerla acercándome el mapa casi a un palmo de la nariz.
            – “Claro Filosofía” – leo en alto –. Pues vale – añado encogiéndome de hombros.
            De momento, la filosofía no ha matado a nadie. Quizá a alguno de aburrimiento, pero nada más grave. Así que si la flecha dice que cruce el claro, eso haré.
            Mientras tanto, las voces de las tres personas se hacen cada vez más distinguibles. Todas ellas me parecen bastante repelentes. Me recuerdan al típico chico sabiondo y repelente que toda clase tiene, como si fuera un requisito indispensable y viniera con el aula. Bueno, pues intuyo que en ese claro venían tres de serie. Por suerte, hace tiempo que aprendí el noble arte de ignorar a ese tipo de gente cuando se pone demasiado quisquillosa. Es muy efectivo y saludable.
            Así que cuando el claro al fin aparece en mi campo de visión, aunque ya estaba preparada para algo parecido, no fue suficiente. Miro ojiplática cómo los tres individuos que he escuchado en la lejanía están rodeando un pequeño altar donde reposa un vaso de tubo muy bonito (con grabados y florituras muy elegantes) que tiene agua hasta la mitad. Ni siquiera reparan en mi presencia, están demasiado ocupados discutiendo entre ellos. Los tres son más o menos de la misma altura y bastante parecidos en facciones. Los tres tienen el pelo blanquecino y largo. No sabría decir si por la edad o es simplemente su color natural. A ojo no parecen tan mayores como para tener ya el pelo de ese color, solo están un poco anticuados. Lo único que les distingue claramente es su actitud (y eso que apenas llevo un minuto observándoles) y los complementos que han elegido llevar encima, que son igual de excéntricos que la situación en sí.
            El que está más a la derecha del vaso, tiene barriguita gafas redondas y una regla en la mano. Lleva una túnica blanca impoluta que le llega hasta los pies y solo le asoman los dedos, en los que se entrevé la suela de unas sandalias. Su distintivo más característico diría que es que lleva la melena en una coleta bastante desgarbada.
            – Os digo que está a más de la mitad – dice éste nada más yo entro en el claro –. ¿Veis? – añade al tiempo que coloca la regla al lado del vaso para medir el nivel de agua –. Por tanto está medio lleno – concluye con convicción.
            Pero estaba clarísimo que los otros dos no iban a ceder con un argumento como ese.
            El del medio es el que toma la palabra. Va vestido en escala de gris. Lleva traje de hombre de negocios pasado de moda y el pelo cuidadosamente acicalado y suelto sobre los hombros. Y un monóculo. No sé por qué, pero lo lleva.
            – Eso es debido a la estrechez del recipiente, está claro. Por eso mismo, está lleno exactamente hasta la mitad.
            – No, no, ¡para nada! – interrumpe el tercero, que obviamente no va a quedarse sin decir nada –. Precisamente por la desviación en anchura, ¡claramente está medio vacío!
            El individuo en cuestión va de negro por completo, con una casaca que deja ver unos pantalones que vieron tiempos mejores. Su pelo está revuelto, parece un nido de pájaro, y tapa parcialmente su cara. Me pregunto cómo puede ver con tanta maraña, especialmente porque lleva una lupa en la mano, que blande con convicción en dirección al problemático vaso.
            Esto parece no tener fin. Pero bueno, si así son felices, que sigan.
            Miro a mi alrededor, en busca de la forma de salir. No se me pasa por alto que, de repente, los árboles son mucho más finos y largos. Además, están mucho más juntos y crecen hasta combarse sobre sí mismos y unirse en el centro del claro, que es perfectamente circular. Da la sensación como de estar adentrándose en una…
            – No puede ser…
            Consulto el mapa.
            – No… – repito en alto con desesperación, aunque nadie me vaya a escuchar.
            Entonces, me doy la vuelta, pero solo para comprobar lo que el mapa me acaba de revelar. El corazón me da un vuelvo cuando, efectivamente, el camino por el que he venido se acaba de esfumar y una hilera de árboles igual de finos y bien puestos que el resto me cierran el paso.  
            Estoy encerrada en una jaula llena de locos.

            Cojo aire muy lentamente mientras vuelvo a mirar al altar con los tres señores, que siguen a lo suyo. Esto empieza a ser muy desquiciante. Pero no puedo tirar la toalla todavía. Tiene que haber una salida, me niego a pensar que estoy aquí atrapada. Lo único que no aparece en el mapa es el camino por el que he entrado. Pero la flecha de plata sigue marcando al frente.
            Con Sandocán a mi lado, rodeo el claro, pero no encuentro la salida. Igual los árboles engañan a la vista...
            Observo la flecha, pero ahora veo que está señalando al sentido contrario.
            – ¿Qué demonios? – pregunto.
            Miro el mapa de nuevo. Sigue marcando que hay una salida, pero es demasiado pequeño como para que pueda apreciar los detalles.
            – Ya me estás sacando de aquí, ¿me oyes? – amenazo al plano, que no se inmuta –. ¿Me oyes? – insisto, sin resultado.
            Dioses, tengo que parecer igual de loca que los otros tres del vaso.
            – ¡Estúpido mapa, estoy hablando contigo! – le grito mientras, tras soltar a Sandocán, con el índice toco el nombre del claro.
            Siento un ligero calambre y aparto el dedo con un gritito patético e impropio de mí. Me chupo el dedo dañado de forma casi involuntaria y miro mal al papel. Pero antes de ponerme a despotricar y a plantearme hacerlo tiras, reparo en que acaba de aparecer una nueva leyenda, justo debajo del nombre del claro. Parece una descripción.

«Solo aquellos que se vuelvan más sabios serán capaces de encontrar su camino.»

            – ¿En serio? – digo en alto.
            Acto seguido, alzo la cabeza hacia el pedestal. Doy un par de pasos hacia la derecha. Al instante, la flecha dorada se inclina hacia la izquierda, para seguir apuntándolo de frente. Vamos, que no es que me esté mostrando una salida, sino la forma más directa de salir, que es enfrentándome a esos tres señores…