Pego un patético gritito y dejo caer el pliego al
suelo. Ha empezado a emitir calor. Por un segundo pienso que va a sufrir una
combustión espontánea, pero no. Lo que sucede es bastante más caprichoso y
típico de estos lares e incluye arcoíris y más luces de colores. Al cabo de un
par de segundos, parece quedarse inerte de nuevo. Sandocán se atreve a
olisquearlo y lo golpea con el hocico. No sucede nada en absoluto salvo que el
perro estornuda. Bueno, eso está bien.
Al fin, me atrevo a cogerlo y lo observo. Se me
escapa una exclamación de asombro al ver qué hay escrito. Hay un mapa en
condiciones pero, al contrario de los que estoy acostumbrada a ver, este
incluye partes a todo color y movimiento. Los caminos se difuminan y se
redefinen. Hay torbellinos de colores con nombres como “a la locura profunda” o
aún más absurdos como “hacia allí”. Tras un largo rato, encuentro una especie
de estrellita brillante con una insignia que pone “tú”.
– ¿Ves como no era tan difícil? – le digo al papel,
justo antes de preguntarme si me estoy volviendo loca –. Muchas gracias – me
acuerdo de decir entonces, ignorando mi vocecita interior que me decía que
hablar con planos encantados no es buena idea.
Al parecer, me encuentro en alguna parte de lo que
se denomina camino de plata. Estoy en un bosque que dice llamarse “Bosque
sereno” en el claro en el que figura la tienda con el mismo nombre con el que
Peppermint me la ha presentado y con una pequeña leyenda roja que dice “cerrada
para almorzar”.
Alzo la cabeza hacia el claro desierto. Bueno, al
menos sé que no me lo he imaginado. A menos que el mapa me esté tomando el
pelo…
– Bueno, ¿y ahora qué? ¿Cómo salgo de aquí? – sigo
hablándole al papel.
Ya sin asustarme, vuelvo a sentir un ligero
calorcito y veo cómo, proyectado del papel, aparece una magnífica rosa de los
vientos al más puro estilo faerico. De hecho, literalmente tiene forma de rosa
blanca con agujas doradas que muestran los puntos cardinales y luego una plateada
indica hacia el frente. En el papel, se resalta la delgada línea de plata por
la que estoy caminando.
– Oh, bien. ¿Eso me llevará de vuelta al Mundo Gris?
– pregunto.
No obtengo respuesta. Evidentemente, el mapa no
habla. Pero el recorrido no cambia ni tampoco la flecha.
Creo que lo voy a tomar como un sí. Un sí muy
silencioso.
Agarro a Sandocán del collar una vez más y salgo
fuera del círculo de fuegos fatuos. Nuevamente, siento un cosquilleo en la
piel, la misma sensación electrizante. De repente, me siento un poco más
inquieta. Acabo de abandonar un círculo de protección. Eso significa, por
tanto, que estoy desprotegida… Y suena realmente mal y desalentador porque
estoy siguiendo un mapa mágico que lo mismo me puede llevar a un precipicio.
Pero, ¿qué más opciones tengo?
Exacto, ninguna en absoluto. Bueno, podría ir a
sentarme en el andén hasta que pasara un tren en sentido contrario, pero suena
igual de arriesgado, porque no creo que ningún tren me vaya a dejar en el lugar
donde me monté. Así que, sabiendo esto, me pongo a hacer lo único que ahora
mismo parece tener sentido dentro de la insensatez: seguir la flecha plateada.
Así, prosigo mi camino de baldosas cuadradas,
adentrándome más en el bosque. Llega un punto en el que pierdo la cuenta de los
minutos que pasan. La flecha siempre se mantiene recta en dirección al sendero.
Si hay una curva, ésta se desvía hacia su dirección suavemente. Ese pequeño
movimiento es lo único que me da a entender que efectivamente me estoy moviendo
hacia alguna parte. Además, la estrellita que muestra mi posición también
avanza por el mapa. Aunque no lo suficientemente deprisa para mi gusto. Pero
tampoco puedo hacer mucho más, voy sujetando al perro con una mano y leyendo el
mapa en la otra. Mi ritmo no es precisamente rápido.
Despacio, como mi paso, el paisaje vuelve a cambiar
una vez más. Al llegar a una bifurcación, observo un nuevo elemento de
decoración que claramente dota a todo de un aire mucho más señorial. Aparecen
faroles blancos con una forma tan estilizada como los árboles. Cuelgan de
postes que terminan en un pequeño arco semicircular y una pequeña llama
plateada danza en cada uno de ellos sin que haya vela alguna. Las campanillas
de los arbustos parecen de un blanco sucio en comparación con esa luz, no
hablemos ya de mi camiseta o mis dientes.
Según el mapa, es porque ahora estoy en la Senda
Lunar, que sigue siendo de plata pero más importante. Imaginarme por qué al ser
lunar es más importante no tiene demasiado sentido. A saber qué se le pasó por
la cabeza a un burócrata faerico.
Al cabo del tiempo, me empieza a entrar hambre. Por
suerte, me traje algo de comer. No es más que un poco de pechuga de pavo con
pan de molde, pero algo me aliviará. Pero el problema es que somos dos. Nada
más sacar el bocadillo, Sandocán ya me está poniendo ojitos y se relame de
forma poco disimulada.
– Jo… Vale, ¡está bien! – refunfuño mientras separo
parte de la pechuga y se la doy.
Me queda más pan que otra cosa, pero bueno. Termino
comiéndomelo igual. No puedo dejar al pobre animalito sin comer. Estamos en la
misma situación. Pero en cuanto llegue a casa me pienso poner morada a tortilla
de patata, ¡he dicho!
Entonces, mientras me guardo en el bolsillo el papel
de aluminio hecho una pelota con lo que queda de migas, empiezo a escuchar
voces en la distancia. Trago como puedo lo que me queda en la boca y agudizo el
oído por si escucho palabras clave como “matar”, “sangre” o similar (y tengo
que salir corriendo en sentido contrario). Pero no, lo que llega a mis oídos,
para variar, tiene mucho menos sentido.
– Está medio lleno, fíjate, pasa un milímetro la
mitad geométrica – dice una voz.
– No, no, para nada – le contradice una segunda
cargando cada sílaba con suficiencia –. Es más estrecho por abajo, así que está
medio vacío.
– Ambos estáis equivocados – expone una tercera con
clara intención de tachar de estúpidos a los dos anteriores –. Seamos
realistas, está claro que está por la mitad, por la desviación de la anchura
del recipiente.
Automáticamente, enarco una ceja. Es la conversación
más extraña que he escuchado en mi vida y casi parece que están discutiendo
sobre el estado de, no sé, ¿una botella? Por decir algo. La situación me
recuerda mucho a eso que se dice sobre ver la botella medio llena o medio
vacía.
– ¿Dónde demonios me estás metiendo? – le pregunto
al pliego.
Como respuesta, empieza a formarse una nueva leyenda
en el mapa, a un centímetro escaso de donde la estrellita plateada me indica
que me encuentro yo. Parece un nuevo claro, pero no estoy demasiado segura de
haberme fijado en él antes. La rosa de los vientos sigue indicándome que avance.
La letra de la leyenda es bastante pequeña, pero consigo leerla acercándome el
mapa casi a un palmo de la nariz.
– “Claro Filosofía” – leo en alto –. Pues vale –
añado encogiéndome de hombros.
De momento, la filosofía no ha matado a nadie. Quizá
a alguno de aburrimiento, pero nada más grave. Así que si la flecha dice que
cruce el claro, eso haré.
Mientras tanto, las voces de las tres personas se
hacen cada vez más distinguibles. Todas ellas me parecen bastante repelentes.
Me recuerdan al típico chico sabiondo y repelente que toda clase tiene, como si
fuera un requisito indispensable y viniera con el aula. Bueno, pues intuyo que
en ese claro venían tres de serie. Por suerte, hace tiempo que aprendí el noble
arte de ignorar a ese tipo de gente cuando se pone demasiado quisquillosa. Es
muy efectivo y saludable.
Así que cuando el claro al fin aparece en mi campo
de visión, aunque ya estaba preparada para algo parecido, no fue suficiente. Miro
ojiplática cómo los tres individuos que he escuchado en la lejanía están
rodeando un pequeño altar donde reposa un vaso de tubo muy bonito (con grabados
y florituras muy elegantes) que tiene agua hasta la mitad. Ni siquiera reparan
en mi presencia, están demasiado ocupados discutiendo entre ellos. Los tres son
más o menos de la misma altura y bastante parecidos en facciones. Los tres
tienen el pelo blanquecino y largo. No sabría decir si por la edad o es
simplemente su color natural. A ojo no parecen tan mayores como para tener ya
el pelo de ese color, solo están un poco anticuados. Lo único que les distingue
claramente es su actitud (y eso que apenas llevo un minuto observándoles) y los
complementos que han elegido llevar encima, que son igual de excéntricos que la
situación en sí.
El que está más a la derecha del vaso, tiene
barriguita gafas redondas y una regla en la mano. Lleva una túnica blanca
impoluta que le llega hasta los pies y solo le asoman los dedos, en los que se
entrevé la suela de unas sandalias. Su distintivo más característico diría que
es que lleva la melena en una coleta bastante desgarbada.
– Os digo que está a más de la mitad – dice éste
nada más yo entro en el claro –. ¿Veis? – añade al tiempo que coloca la regla
al lado del vaso para medir el nivel de agua –. Por tanto está medio lleno –
concluye con convicción.
Pero estaba clarísimo que los otros dos no iban a
ceder con un argumento como ese.
El del medio es el que toma la palabra. Va vestido
en escala de gris. Lleva traje de hombre de negocios pasado de moda y el pelo
cuidadosamente acicalado y suelto sobre los hombros. Y un monóculo. No sé por
qué, pero lo lleva.
– Eso es debido a la estrechez del recipiente, está
claro. Por eso mismo, está lleno exactamente hasta la mitad.
– No, no, ¡para nada! – interrumpe el tercero, que
obviamente no va a quedarse sin decir nada –. Precisamente por la desviación en
anchura, ¡claramente está medio vacío!
El individuo en cuestión va de negro por completo,
con una casaca que deja ver unos pantalones que vieron tiempos mejores. Su pelo
está revuelto, parece un nido de pájaro, y tapa parcialmente su cara. Me
pregunto cómo puede ver con tanta maraña, especialmente porque lleva una lupa
en la mano, que blande con convicción en dirección al problemático vaso.
Esto parece no tener fin. Pero bueno, si así son
felices, que sigan.
Miro a mi alrededor, en busca de la forma de salir.
No se me pasa por alto que, de repente, los árboles son mucho más finos y
largos. Además, están mucho más juntos y crecen hasta combarse sobre sí mismos
y unirse en el centro del claro, que es perfectamente circular. Da la sensación
como de estar adentrándose en una…
– No puede ser…
Consulto el mapa.
– No… – repito en alto con desesperación, aunque
nadie me vaya a escuchar.
Entonces, me doy la vuelta, pero solo para comprobar
lo que el mapa me acaba de revelar. El corazón me da un vuelvo cuando,
efectivamente, el camino por el que he venido se acaba de esfumar y una hilera
de árboles igual de finos y bien puestos que el resto me cierran el paso.
Estoy encerrada en una jaula llena de locos.
Cojo aire muy lentamente mientras vuelvo a mirar al
altar con los tres señores, que siguen a lo suyo. Esto empieza a ser muy
desquiciante. Pero no puedo tirar la toalla todavía. Tiene que haber una salida,
me niego a pensar que estoy aquí atrapada. Lo único que no aparece en el mapa
es el camino por el que he entrado. Pero la flecha de plata sigue marcando al
frente.
Con Sandocán a mi lado, rodeo el claro, pero no
encuentro la salida. Igual los árboles engañan a la vista...
Observo la flecha, pero ahora veo que está señalando
al sentido contrario.
– ¿Qué demonios? – pregunto.
Miro el mapa de nuevo. Sigue marcando que hay una
salida, pero es demasiado pequeño como para que pueda apreciar los detalles.
– Ya me estás sacando de aquí, ¿me oyes? – amenazo
al plano, que no se inmuta –. ¿Me oyes? – insisto, sin resultado.
Dioses, tengo que parecer igual de loca que los
otros tres del vaso.
– ¡Estúpido mapa, estoy hablando contigo! – le grito
mientras, tras soltar a Sandocán, con el índice toco el nombre del claro.
Siento un ligero calambre y aparto el dedo con un
gritito patético e impropio de mí. Me chupo el dedo dañado de forma casi
involuntaria y miro mal al papel. Pero antes de ponerme a despotricar y a
plantearme hacerlo tiras, reparo en que acaba de aparecer una nueva leyenda,
justo debajo del nombre del claro. Parece una descripción.
«Solo aquellos
que se vuelvan más sabios serán capaces de encontrar su camino.»
– ¿En serio? – digo en alto.
Acto seguido, alzo la cabeza hacia el pedestal. Doy
un par de pasos hacia la derecha. Al instante, la flecha dorada se inclina
hacia la izquierda, para seguir apuntándolo de frente. Vamos, que no es que me
esté mostrando una salida, sino la forma más directa de salir, que es
enfrentándome a esos tres señores…