Cuando al fin consigo pisar mi casa, son
cerca de las diez. He tenido que contener mis ganas de estrangular a Daniel
(tres veces), por equivocarse con los archivos que se suponía que traía en un
USB y se volatilizaron en su camino hacia el bar, y de no arrojarle el cenicero
a Helena cuando ha decidido quejarse de lo tarde que era para quedar. El caso
es que tenemos el trabajo a medio hacer, pero ya está encauzado. Para variar,
me tocará pringar en casa, pero menos da una piedra.
Abro la puerta y pego el grito de “¡ya
estooooy!” , como hago siempre. Me quito los zapatos mientras entro en el
vestíbulo y cierro la puerta prácticamente tirándome sobre ella. Me faltan las
fuerzas y el aliento. Dejo la mochila que pesa como un muerto en una esquina y observo
cómo, puntual como un reloj, Sandocán aparece doblando el pasillo y camina a su
paso hasta tumbarse como lo haría un felpudo viejo justo ante mis pies. Se está
haciendo mayor.
Resoplo y me pongo de cuclillas a su
lado, le acaricio la cabeza suavemente la cabeza.
– ¿Qué, eh? – le digo de forma dulce –.
¿También has tenido un día duro?
Como única respuesta, él gruñe
suavemente y se pone panza arriba.
– Tendrás morro – contesto mientras le
rasco la tripa.
Él saca la lengua y me mira de reojo,
como si me quisiera dar a entender que quiere que siga.
– Sí, ya sé que esto te gusta – digo
empezando a rascarle con las dos manos.
Sí, trato a mi perro como si fuera una
persona. A veces creo que es el único que me comprende realmente. No soy una chica
que sepa hacer amigos de forma rápida, no tengo ese talento natural. Mi mascota
es la única que se ha saltado esa regla por razones obvias. Hasta con mi madre
me cuesta llevarme en determinados momentos, aunque eso es normal dentro de lo
que cabe. En toda familia hay tensiones de cuando en cuando.
– Bueno, suficiente – sentencio
rotundamente y me levanto.
Él gime pidiendo más y levanta las
orejas. Parece mentira, con lo grande que es. Es un perro de caza enorme y
marrón de orejas caídas de cuya raza nunca me acuerdo, aunque no es que haya
cazado mucho en su vida a excepción de las pelusas de mi cuarto cuando se me
olvida pasar la aspiradora.
– No seas quejica – sigo hablándole
mientras paso la pierna por encima de su cuerpo para saltarle.
Tumbado ahí en medio como está, no hay
otra manera de sortearlo.
Sin embargo, no llego a pasar la segunda
pierna. ¿Por qué? Porque me he quedado congelada al ver qué es lo que hay en el
mueble de la entrada, lugar donde normalmente dejamos el correo tras cogerlo
del buzón. Juraría que ese enorme sobre lacrado había ardido hacía horas en el
servicio de señoras del Back Stage.
Casi me caigo cuando Sandocán se
levanta, por supuesto en medio de mis piernas. Por suerte, me da tiempo a sostenerme
a la pata coja antes de llevarme el morrazo. Ya con los dos pies en el suelo, cojo
el sobre con tanto cuidado como si fuera una mina y lo miro. No hay duda, es
idéntico. Hasta las curvas de mi nombre parecen clónicas. ¿Cómo ha podido esto
acabar en casa? ¿Mi madre se habrá dado cuenta?
– ¿Mamá? – pregunto en alto.
La escucho chillar algo desde el salón.
Me imagino que será lo de siempre: que deje de llamarla a grito pelado por toda
la casa. Irónico, ¿eh? Aún sujetando el sobre, voy hasta donde está ella.
– Hola – saludo de nuevo, antes de decir
nada más.
– Hola, cielo – contesta ella mientras
se levanta del sofá.
Está viendo uno de los programas del
corazón que tanto le gustan y de los que yo huyo siempre que puedo. Evito
estremecerme cuando mi vista pasa momentáneamente por el televisor y me
apresuro en contestarla:
– Bueno, podría haber ido mejor – digo
simplemente, no necesita más explicaciones –. Oye, ¿has revisado ya el correo? –
voy directa al grano.
– Sí, está en el mueble de la entrada –
me contesta.
– ¿Había algo para mí? – digo entonces
–. ¿Algo en un sobre grande? – insisto.
– No, todo eran facturas. ¿Esperabas
algo? – pregunta sin darle demasiada importancia.
– Sí – respondo tratando de sonar
convincente –, pedí una revista hace algún tiempo. – Miento, dicha revista no
existe.
– ¿Ah, sí? Pues no me suena haber visto
nada. Está todo en el pasillo, revísalo si quieres.
– Vale, gracias – contesto y me alejo
pasillo adelante.
No necesito volver a mirar el montón, el
sobre sigue en el mismo sitio. Mamá ni se ha fijado en él. No tengo claro si es
porque es sólo visible para su destinatario, para hadas (y medio hadas) o es
que no se ha fijado bien. Tampoco sé si ese sobre ha estado todo el tiempo ahí,
con las demás cartas, o ha sido un suceso más reciente (con magia de por medio)
y ha aparecido él solito cuando mamá ya había repasado el montón.
El caso es que vuelvo a tener un sobre
del que me quiero deshacer. Lo cojo y me lo guardo bajo el brazo mientras subo
las escaleras que llevan a mi habitación.
Vivo en un dúplex no demasiado grande
pero más que suficiente para tres (y un perro). Como a mamá le molesta subir
escaleras, me pedí el piso de arriba cuando nos mudamos. Así tengo mi espacio y
ella el suyo. En el piso de arriba sólo está mi cuarto y un aseo. En el de
abajo, aparte del dormitorio principal, mamá se quedó con los dos cuartos extra
para montar un estudio para Jon, su pareja, y la sala insonorizada donde ella toca
el piano.
Por si no lo había mencionado antes, mi
madre es profesora de música. Antes era pianista, pero dejó lo de los
conciertos cuando se enamoró de mi padre. Ahora se conforma con la enseñanza en
un colegio público cercano. Nos va bastante bien.
Llego a mi cuarto y dejo pasar a
Sandocán antes de cerrar la puerta, que no sé cómo todavía tiene energía para
subir escaleras. Él se planta en medio de la alfombra, con lo que tengo que
volver a saltar por encima suyo para llegar a mi cama.
Me tiro sobre el edredón y cojo postura.
Así que aquí estamos de nuevo la carta y yo (y Sandocán dormitando en la
alfombra). Con la que casi armo en el Back Stage al deshacerme de ella y vuelve
a estar en mis manos. Me quedo mirándola largo rato. Por un segundo, dudo en si
debería de abrirla, pero cambio de opinión casi al instante siguiente. Es
pensar en el Reino Onírico y me estremezco. Suspiro mientras cojo la carta por
el centro y, de un fuerte tirón, consigo partirla en dos (al segundo intento).
Sandocán levanta una oreja al escuchar
el rasgar del papel y ladea la cabeza, como preguntándose qué demonios estoy
haciendo. A veces parece mucho más expresivo que algunas personas que conozco.
Mientras tanto, yo voy amontonando bien
los trocitos de papel, los troceo un poco más y los tiro a la papelera. Aunque
el papel venga del Reino Onírico me imagino que se reciclará igual que el común
y mundano.
Bueno, creo que es hora de que vaya
pensando en cenar algo. Miro a Sandocán, que aprovecha para bostezar, y me
levanto de la cama. Salgo del cuarto y bajo las escaleras con el perro
pisándome los talones. Allá donde yo voy, siempre me sigue. Al menos, dentro de
casa. De milagro no nos matamos antes de llegar abajo. Tiene talento especial
para enredarse con mis piernas. Por suerte, tengo años de práctica, muchos
años.
Soy capaz de oler la cena nada más pongo
un pie en el piso inferior. Mamá se me ha adelantado y ha escogido el menú. Es
pescado, salmón diría yo. Mis sospechas se confirman en cuanto entro en la
cocina. Tiene muy buena pinta.
Cenamos juntas mientras nos vamos
contando qué tal nos ha ido el día, esta vez con algo más de detalle que
nuestra breve conversación de antes. Las cenas en casa han adquirido el grado
de ritual sagrado, sobre todo cuando Jon no está, como ocurre ahora. Es el
único momento donde realmente estamos reunidos a lo largo de la semana. Los fines
de semana el ritual se adelanta a la hora de comer. Ninguno estamos por la
labor de estar en casa un sábado a las diez, salvo causas puntuales y
justificadas como la gripe.
– Hoy he tenido un examen con dos
clases. No tengo ni ganas de ponerme a corregirlos – comenta airada.
Siempre se queja de que los alumnos no
tienen suficiente respeto por su asignatura. Mi opinión es que, además de eso,
ella también puede ser muy estricta. Simplemente le apasiona y espera que los
demás adquieran o muestren su misma pasión.
– Deberías plantearte meterles un poco
menos de caña – sugiero.
De reojo, observo cómo Sandocán me pone
ojitos suplicantes. Si yo me tuviera que comer ese pienso tan asqueroso, también
suplicaría.
– Me niego – responde ella indignada,
dando un golpe en la mesa que me sobresalta –. Lo que les enseño es lo mínimo
indispensable.
El problema es que el rango de
indispensable de mi madre es demasiado amplio para un simple estudiante de instituto.
– Vale, vale. Tú eres la profe – digo
cortando por lo sano.
Hace mucho que renegué de ganarme la
vida con la música. No es que la odie, pero no es la razón de mi existencia. Me
gusta cantar, pero en la ducha. Tengo nociones básicas de piano y violín, que
jamás pondré en práctica. En cuanto tuve voluntad para negarme a seguir con las
clases, así lo hice. Al final, mi madre tuvo que hacerme caso. Estaba claro que
yo estaba más orientada a las matemáticas, la lógica y los ordenadores.
Sé que mi madre se llevó una tremenda
decepción cuando decidí lo que realmente quería estudiar. Dado el padre biológico
que tengo, ella se esperaba que fuese igual de apasionada por las actividades
creativas que él, ya que es el comportamiento típico de las hadas. Revolotean sin
remedio alrededor de los focos de pasión, como polillas en la luz.
En ocasiones, cuando un artista se
refiere a alguien como “su musa”, quizá no va tan desencaminado. Ahora, eso no
quiere decir que todas las hadas se dediquen a eso. Las hay de las que
prefieren generar discordia y terror antes que buenos pensamientos. Todo sentimiento
es poderoso y hace que ganen fuerzas de igual manera. El hombre del saco o el
monstruo de debajo de la cama a veces existen y no siempre es sólo cosa de
niños.
– Por cierto, mamá, ¿cuándo volvía Jon? –
Sí, estoy cambiando de tema de forma radical.
– La semana que viene – contesta ella –,
pero se queda muy poco.
De repente su indignación se ha
convertido en una ligera tristeza. Le echa de menos, como era de esperar.
– ¿Otro congreso?
– Sí… A ver si esta maldita racha se
acaba pronto.
Me abstengo de añadir nada más, porque
es de esos momento en lo que todo lo que diga puede ser utilizado en mi contra .
Jon es la pareja de mamá desde que
tengo memoria. De hecho, la idea de regalarme a Sandocán fue cosa suya. No sé cómo
asimiló mi desaparición, ya que mantenemos lo de mis genes no humanos en
secreto. El caso es que son tal para cual. La única razón por la que no tienen
una relación más formal que un registro de parejas es porque mi madre tiene
fobia a pasar por un altar de verdad. La verdad es que no sé si mis padres
llegaron a casarse o no. Jamás escuché la palabra divorcio o separación. Puede
que lo guardaran muy en secreto o que ni siquiera fuera necesario.
Sandocán gime tan bajito que sólo yo
puedo oírle. Mamá ni siquiera gira la vista. En cuanto sabe que yo me he dado
cuenta y le vigilo por el rabillo del ojo, el muy listo se relame dejándome bien
claro qué es lo que quiere.
– ¿Me pasas agua, por favor? – pido,
señalando a la jarra que se ha quedado en el mesado. Se nos ha olvidado ponerla
en la mesa.
Mamá se gira para cogerla y yo aprovecho
la ocasión para lanzarle un trozo de mi cena al perro. Es visto y no visto. Hasta
dudo que haya rozado el suelo.
Nota mental: sugerirle a mamá otra marca
de pienso.
Después de ayudar a recoger, aunque el
lavavajillas hace la mayor parte del trabajo, me toca recuperar mi mochila de
la entrada y cargar con ella hasta mi cuarto. Tengo que hacer el último
esfuerzo del día y repasar los apuntes para mañana. Esta vez no permito a
Sandocán venir conmigo, me acabaría distrayendo. Le abriré la puerta cuando me
vaya a ir a dormir. Le gusta dormir a los pies de mi cama. Es mi peculiar guardaespaldas
peludo.
Sí, no tengo una vida interesante. De
hecho, lucho porque así sea. Me gusta mi normalidad, mi rutina.
Me encierro en mi cuarto, enciendo la
luz, saco el portátil, me dirijo hacia mi escritorio y…
Un sudor frío me recorre de arriba
abajo. Sujeto el ordenador bien fuerte contra mi pecho para que no se me caiga.
Ahí, perfectamente alineada con el borde
de la mesa, hallábase la carta. La maldita carta. Por supuesto, intacta.
1 comentarios:
Engancha tu forma de escribir en primera persona, muy llevadero y facil de leer.
Mola!
Publicar un comentario