domingo, 6 de octubre de 2013

Uno (II)

Cuando al fin consigo pisar mi casa, son cerca de las diez. He tenido que contener mis ganas de estrangular a Daniel (tres veces), por equivocarse con los archivos que se suponía que traía en un USB y se volatilizaron en su camino hacia el bar, y de no arrojarle el cenicero a Helena cuando ha decidido quejarse de lo tarde que era para quedar. El caso es que tenemos el trabajo a medio hacer, pero ya está encauzado. Para variar, me tocará pringar en casa, pero menos da una piedra.
Abro la puerta y pego el grito de “¡ya estooooy!” , como hago siempre. Me quito los zapatos mientras entro en el vestíbulo y cierro la puerta prácticamente tirándome sobre ella. Me faltan las fuerzas y el aliento. Dejo la mochila que pesa como un muerto en una esquina y observo cómo, puntual como un reloj, Sandocán aparece doblando el pasillo y camina a su paso hasta tumbarse como lo haría un felpudo viejo justo ante mis pies. Se está haciendo mayor.
Resoplo y me pongo de cuclillas a su lado, le acaricio la cabeza suavemente la cabeza.
– ¿Qué, eh? – le digo de forma dulce –. ¿También has tenido un día duro?
Como única respuesta, él gruñe suavemente y se pone panza arriba.
– Tendrás morro – contesto mientras le rasco la tripa.
Él saca la lengua y me mira de reojo, como si me quisiera dar a entender que quiere que siga.
– Sí, ya sé que esto te gusta – digo empezando a rascarle con las dos manos.
Sí, trato a mi perro como si fuera una persona. A veces creo que es el único que me comprende realmente. No soy una chica que sepa hacer amigos de forma rápida, no tengo ese talento natural. Mi mascota es la única que se ha saltado esa regla por razones obvias. Hasta con mi madre me cuesta llevarme en determinados momentos, aunque eso es normal dentro de lo que cabe. En toda familia hay tensiones de cuando en cuando.
– Bueno, suficiente – sentencio rotundamente y me levanto.
Él gime pidiendo más y levanta las orejas. Parece mentira, con lo grande que es. Es un perro de caza enorme y marrón de orejas caídas de cuya raza nunca me acuerdo, aunque no es que haya cazado mucho en su vida a excepción de las pelusas de mi cuarto cuando se me olvida pasar la aspiradora.
– No seas quejica – sigo hablándole mientras paso la pierna por encima de su cuerpo para saltarle.
Tumbado ahí en medio como está, no hay otra manera de sortearlo.
Sin embargo, no llego a pasar la segunda pierna. ¿Por qué? Porque me he quedado congelada al ver qué es lo que hay en el mueble de la entrada, lugar donde normalmente dejamos el correo tras cogerlo del buzón. Juraría que ese enorme sobre lacrado había ardido hacía horas en el servicio de señoras del Back Stage.
Casi me caigo cuando Sandocán se levanta, por supuesto en medio de mis piernas. Por suerte, me da tiempo a sostenerme a la pata coja antes de llevarme el morrazo. Ya con los dos pies en el suelo, cojo el sobre con tanto cuidado como si fuera una mina y lo miro. No hay duda, es idéntico. Hasta las curvas de mi nombre parecen clónicas. ¿Cómo ha podido esto acabar en casa? ¿Mi madre se habrá dado cuenta?
– ¿Mamá? – pregunto en alto.
La escucho chillar algo desde el salón. Me imagino que será lo de siempre: que deje de llamarla a grito pelado por toda la casa. Irónico, ¿eh? Aún sujetando el sobre, voy hasta donde está ella.
– Hola – saludo de nuevo, antes de decir nada más.
– Hola, cielo – contesta ella mientras se levanta del sofá.
Está viendo uno de los programas del corazón que tanto le gustan y de los que yo huyo siempre que puedo. Evito estremecerme cuando mi vista pasa momentáneamente por el televisor y me apresuro en contestarla:
– Bueno, podría haber ido mejor – digo simplemente, no necesita más explicaciones –. Oye, ¿has revisado ya el correo? – voy directa al grano.
– Sí, está en el mueble de la entrada – me contesta.
– ¿Había algo para mí? – digo entonces –. ¿Algo en un sobre grande? – insisto.
– No, todo eran facturas. ¿Esperabas algo? – pregunta sin darle demasiada importancia.
– Sí – respondo tratando de sonar convincente –, pedí una revista hace algún tiempo. – Miento, dicha revista no existe.
– ¿Ah, sí? Pues no me suena haber visto nada. Está todo en el pasillo, revísalo si quieres.
– Vale, gracias – contesto y me alejo pasillo adelante.
No necesito volver a mirar el montón, el sobre sigue en el mismo sitio. Mamá ni se ha fijado en él. No tengo claro si es porque es sólo visible para su destinatario, para hadas (y medio hadas) o es que no se ha fijado bien. Tampoco sé si ese sobre ha estado todo el tiempo ahí, con las demás cartas, o ha sido un suceso más reciente (con magia de por medio) y ha aparecido él solito cuando mamá ya había repasado el montón.
El caso es que vuelvo a tener un sobre del que me quiero deshacer. Lo cojo y me lo guardo bajo el brazo mientras subo las escaleras que llevan a mi habitación.
Vivo en un dúplex no demasiado grande pero más que suficiente para tres (y un perro). Como a mamá le molesta subir escaleras, me pedí el piso de arriba cuando nos mudamos. Así tengo mi espacio y ella el suyo. En el piso de arriba sólo está mi cuarto y un aseo. En el de abajo, aparte del dormitorio principal, mamá se quedó con los dos cuartos extra para montar un estudio para Jon, su pareja, y la sala insonorizada donde ella toca el piano.
Por si no lo había mencionado antes, mi madre es profesora de música. Antes era pianista, pero dejó lo de los conciertos cuando se enamoró de mi padre. Ahora se conforma con la enseñanza en un colegio público cercano. Nos va bastante bien.
Llego a mi cuarto y dejo pasar a Sandocán antes de cerrar la puerta, que no sé cómo todavía tiene energía para subir escaleras. Él se planta en medio de la alfombra, con lo que tengo que volver a saltar por encima suyo para llegar a mi cama.
Me tiro sobre el edredón y cojo postura. Así que aquí estamos de nuevo la carta y yo (y Sandocán dormitando en la alfombra). Con la que casi armo en el Back Stage al deshacerme de ella y vuelve a estar en mis manos. Me quedo mirándola largo rato. Por un segundo, dudo en si debería de abrirla, pero cambio de opinión casi al instante siguiente. Es pensar en el Reino Onírico y me estremezco. Suspiro mientras cojo la carta por el centro y, de un fuerte tirón, consigo partirla en dos (al segundo intento).
Sandocán levanta una oreja al escuchar el rasgar del papel y ladea la cabeza, como preguntándose qué demonios estoy haciendo. A veces parece mucho más expresivo que algunas personas que conozco.
Mientras tanto, yo voy amontonando bien los trocitos de papel, los troceo un poco más y los tiro a la papelera. Aunque el papel venga del Reino Onírico me imagino que se reciclará igual que el común y mundano.
Bueno, creo que es hora de que vaya pensando en cenar algo. Miro a Sandocán, que aprovecha para bostezar, y me levanto de la cama. Salgo del cuarto y bajo las escaleras con el perro pisándome los talones. Allá donde yo voy, siempre me sigue. Al menos, dentro de casa. De milagro no nos matamos antes de llegar abajo. Tiene talento especial para enredarse con mis piernas. Por suerte, tengo años de práctica, muchos años.
Soy capaz de oler la cena nada más pongo un pie en el piso inferior. Mamá se me ha adelantado y ha escogido el menú. Es pescado, salmón diría yo. Mis sospechas se confirman en cuanto entro en la cocina. Tiene muy buena pinta.
Cenamos juntas mientras nos vamos contando qué tal nos ha ido el día, esta vez con algo más de detalle que nuestra breve conversación de antes. Las cenas en casa han adquirido el grado de ritual sagrado, sobre todo cuando Jon no está, como ocurre ahora. Es el único momento donde realmente estamos reunidos a lo largo de la semana. Los fines de semana el ritual se adelanta a la hora de comer. Ninguno estamos por la labor de estar en casa un sábado a las diez, salvo causas puntuales y justificadas como la gripe.
– Hoy he tenido un examen con dos clases. No tengo ni ganas de ponerme a corregirlos – comenta airada.
Siempre se queja de que los alumnos no tienen suficiente respeto por su asignatura. Mi opinión es que, además de eso, ella también puede ser muy estricta. Simplemente le apasiona y espera que los demás adquieran o muestren su misma pasión.
– Deberías plantearte meterles un poco menos de caña – sugiero.
De reojo, observo cómo Sandocán me pone ojitos suplicantes. Si yo me tuviera que comer ese pienso tan asqueroso, también suplicaría.
– Me niego – responde ella indignada, dando un golpe en la mesa que me sobresalta –. Lo que les enseño es lo mínimo indispensable.
El problema es que el rango de indispensable de mi madre es demasiado amplio para un simple estudiante de instituto.
– Vale, vale. Tú eres la profe – digo cortando por lo sano.
Hace mucho que renegué de ganarme la vida con la música. No es que la odie, pero no es la razón de mi existencia. Me gusta cantar, pero en la ducha. Tengo nociones básicas de piano y violín, que jamás pondré en práctica. En cuanto tuve voluntad para negarme a seguir con las clases, así lo hice. Al final, mi madre tuvo que hacerme caso. Estaba claro que yo estaba más orientada a las matemáticas, la lógica y los ordenadores.
Sé que mi madre se llevó una tremenda decepción cuando decidí lo que realmente quería estudiar. Dado el padre biológico que tengo, ella se esperaba que fuese igual de apasionada por las actividades creativas que él, ya que es el comportamiento típico de las hadas. Revolotean sin remedio alrededor de los focos de pasión, como polillas en la luz.
En ocasiones, cuando un artista se refiere a alguien como “su musa”, quizá no va tan desencaminado. Ahora, eso no quiere decir que todas las hadas se dediquen a eso. Las hay de las que prefieren generar discordia y terror antes que buenos pensamientos. Todo sentimiento es poderoso y hace que ganen fuerzas de igual manera. El hombre del saco o el monstruo de debajo de la cama a veces existen y no siempre es sólo cosa de niños.
– Por cierto, mamá, ¿cuándo volvía Jon? – Sí, estoy cambiando de tema de forma radical.
– La semana que viene – contesta ella –, pero se queda muy poco.
De repente su indignación se ha convertido en una ligera tristeza. Le echa de menos, como era de esperar.
– ¿Otro congreso?
– Sí… A ver si esta maldita racha se acaba pronto.
Me abstengo de añadir nada más, porque es de esos momento en lo que todo lo que diga puede ser utilizado en mi contra. 
Jon es la pareja de mamá desde que tengo memoria. De hecho, la idea de regalarme a Sandocán fue cosa suya. No sé cómo asimiló mi desaparición, ya que mantenemos lo de mis genes no humanos en secreto. El caso es que son tal para cual. La única razón por la que no tienen una relación más formal que un registro de parejas es porque mi madre tiene fobia a pasar por un altar de verdad. La verdad es que no sé si mis padres llegaron a casarse o no. Jamás escuché la palabra divorcio o separación. Puede que lo guardaran muy en secreto o que ni siquiera fuera necesario.
Sandocán gime tan bajito que sólo yo puedo oírle. Mamá ni siquiera gira la vista. En cuanto sabe que yo me he dado cuenta y le vigilo por el rabillo del ojo, el muy listo se relame dejándome bien claro qué es lo que quiere.
– ¿Me pasas agua, por favor? – pido, señalando a la jarra que se ha quedado en el mesado. Se nos ha olvidado ponerla en la mesa.
Mamá se gira para cogerla y yo aprovecho la ocasión para lanzarle un trozo de mi cena al perro. Es visto y no visto. Hasta dudo que haya rozado el suelo.
Nota mental: sugerirle a mamá otra marca de pienso.
Después de ayudar a recoger, aunque el lavavajillas hace la mayor parte del trabajo, me toca recuperar mi mochila de la entrada y cargar con ella hasta mi cuarto. Tengo que hacer el último esfuerzo del día y repasar los apuntes para mañana. Esta vez no permito a Sandocán venir conmigo, me acabaría distrayendo. Le abriré la puerta cuando me vaya a ir a dormir. Le gusta dormir a los pies de mi cama. Es mi peculiar guardaespaldas peludo.
Sí, no tengo una vida interesante. De hecho, lucho porque así sea. Me gusta mi normalidad, mi rutina.
Me encierro en mi cuarto, enciendo la luz, saco el portátil, me dirijo hacia mi escritorio y…
Un sudor frío me recorre de arriba abajo. Sujeto el ordenador bien fuerte contra mi pecho para que no se me caiga.
Ahí, perfectamente alineada con el borde de la mesa, hallábase la carta. La maldita carta. Por supuesto, intacta.


1 comentarios:

Anónimo dijo...

Engancha tu forma de escribir en primera persona, muy llevadero y facil de leer.
Mola!

Publicar un comentario