domingo, 17 de noviembre de 2013

Uno (III)

            Resoplo hastiada mientras subo las escaleras que me llevan a los vestuarios de mi gimnasio después de que la monitora nueva me haya metido tanta caña que me duelen hasta los músculos que no sabía que tenía. Bueno, al menos hoy dormiré bien. Será lo único de positivo que haya tenido este endemoniado día.
            Jugueteo con la llave hasta conseguir meterla en el candado de mi taquilla. Lo abro, lo quito con cuidado, lo guardo, giro el cierre y respiro hondo cuando, al abrirlo, cinco cartas caen a mis pies. Sí, ya me lo esperaba. Me las llevo encontrando a lo largo de todo el día.
            La primera estaba metida en uno de mis cuadernos. La segunda apareció debajo de mi plato al pedir el menú en la cafetería. El camarero no supo decirme cuándo había aparecido allí. La tercera estaba metida en uno de los libros que consulté en la biblioteca. La cuarta vino camuflada en el fajo de apuntes que mandé imprimir en reprografía. Lo único bueno de todo esto es que ya no vienen acompañados de pajes de pelo azul.
            Ahora han cambiado de estrategia. Empiezo a ver el comienzo de Harry Potter. Por suerte, han prescindido de las lechuzas. Algún hada se tiene que estar partiendo de la risa en algún punto del sueño cercano. Si no fueran tan arcaicas, me esperaría que estuvieran rodando algún programa de cámara oculta.
¿Por qué me hacen esto? ¿No es evidente que no quiero saber nada? El paje hizo su trabajo, ¿no pueden simplemente dejarme en paz? No es tan difícil.
            Las cojo, mientras sonrío agriamente a los curiosos que pasan por el pasillo fijándose descaradamente en mi peculiar correspondencia. Las meto en la mochila sin poner demasiada atención en si se estropean o se arrugan. La verdad es que si se rompe, mejor. A este paso, el colchón de mi cuarto va a coger vuelo, porque es donde pienso meterlas todas.
            Cuando llego a casa, saludo a mi madre y Sandocán (se mete entre mis piernas y me caigo), me doy una ducha calentita y me pongo mi pijama de caritas sonrientes elegido por mi madre la Navidad pasada (sí, porque yo jamás habría escogido un estampado como ese ni muerta), me dedico a esconder las cartas. Admito que tengo un instante de duda. Justo cuando acomodo la última de ellas. Estoy a punto de romper el sello, pero me detengo antes de que éste se empiece a quebrar.
            Si algo tengo claro es que tengo buen instinto. Llámalo sexto sentido o poder sobrenatural heredado a la fuerza, pero está ahí. De la misma forma que soy capaz de ver mentiras, puedo intuir cuando algo va a desencadenar un efecto mucho más grande. A medida que recibo más y más cartas, el instinto se convierte en certeza. Si abro esa carta, me veré envuelta en problemas que no son míos. La meto debajo del colchón junto con las demás.
            Un gruñido me sobresalta y alzo la cabeza justo para ver a Sandocán sentado sobre mi alfombra y mirándome con mirada severa. Sí, es un perro que me mira siempre muy expresivamente.
– ¿Qué? – le digo –. Seguro que tú harías lo mismo.
Él bufa, como si estuviera en claro desacuerdo.
– ¿Y tú qué sabes? Eres un perro. Los perros no reciben cartas no deseadas – contesto claramente molesta por la absurda situación.
Creo que estoy llevando un poco al extremo eso de hablar con mi perro como si fuera una persona. Hasta me imagino que me echa la bronca.
Aun así, observo cómo Sandocán gruñe de nuevo y se da la media vuelta. Se enrosca sobre sí mismo y se dispone a dormitar para variar. Pero parece que me está dando la espalda a propósito. No puedo contenerme:
– ¡Pues enfádate! No pienso abrirla – insisto en mi indignación.
En cuanto lo digo, dejo escapar un grito de frustración. Lo he vuelto a hacer.
Bueno, el caso es que las cartas están debajo de mi colchón, tengo mucho que hacer y sólo espero que estando ahí no me causen pesadillas. Sí, lo digo muy en serio. Después de todo, vienen del reino de los sueños. Nunca te puedes fiar del todo de las cosas que salen de ese sitio.
Por suerte, no lo hacen. Duermo tan bien como de costumbre, lo que no es decir mucho porque soy propensa al insomnio a nada que algo me preocupa, y mis preocupaciones actualmente se han incrementado en contra de mi voluntad. No sólo tengo que sacar adelante los trabajos y los exámenes, sino que ahora además tengo que asegurarme que cuando me aparezcan cartas mágicas en lugares tan inesperados como en el cajón de los calcetines o dentro de las botas cuando meto el pie para ponérmelas, me pueda deshacer de ellas sin parecer más rara de lo que ya soy.
Pero no hay más cartas por la mañana. Aun así, compruebo la bota antes de meter el pie, por si acaso. También compruebo que no haya nada pegado al cartón de la leche ni dentro del paquete de cereales. Pero no, todo está en orden. Demasiado en orden. Me preguntó qué estarán tramando. No sé por dónde van a salir.
Así que no me queda otra que seguir con mi vida y tratar de mentalizarme de que algo gordo puede pasar.
Preparo la mochila, me acuerdo de coger un bocadillo para media mañana, dinero para la hora de comer, repaso que tengo todos los apuntes y que he metido un botellín de agua, que siempre me entra sed cuando no lo tengo, y salgo de casa. Espero hasta que llegue el tranvía y me monto dentro. Observo a mi alrededor y reconozco los rostros de los desconocidos habituales. Es lo que tiene coger un transporte público siempre a la misma hora. Sabes que todo va bien cuando vas con las mismas personas.
Consigo asiento y respiro hondo. Todo está igual que todas las mañanas. Abro la mochila y saco el libro de álgebra. Ayer no me dio tiempo a echarle una ojeada al tema nuevo, así que aprovecharé ahora.
Las paradas se suceden y el repiqueteo del agua arrecia contra los cristales. Va amaneciendo poco a poco a medida que recorremos las vías. Alzo la cabeza momentáneamente para comprobar en qué parada estamos, pero aún queda. Me vuelvo a sumergir en mi lectura. No es que sea lo más divertido para leer un día cualquiera a las ocho de la mañana, pero así sé que puedo parar cuando quiera. Antes solía traerme novelas, pero corría el riesgo de saltarme un par de paradas.


Al cabo del tiempo, la lluvia para y observo cómo un rayo de sol incide directamente sobre el libro y me deslumbra. Vaya, parece que hará buen día después de todo. Entonces, me sobresalto al darme cuenta de que el viaje me está dando para leer muchas páginas, demasiadas. ¿Cuánto tiempo he estado leyendo? El audio debe de estar estropeado, porque llevo un rato sin escuchar el nombre de las paradas. No puede quedar mucho más. Miro mi reloj, pero pego un bufido al darme cuenta de que el segundero no avanza.
Entonces, vuelvo a alzar la cabeza. Tres preguntas caen sobre mí una a una.
La primera: ¿en qué momento me he quedado sola en el vagón?
Segunda: ¿por qué este vagón tiene asientos de madera y portaequipajes?
Tercera: ¿eso es el silbido de una locomotora de vapor?
Pero nada más cruzan mi mente, ya sé la respuesta. Observo el exterior, pero no veo la ciudad. Mis peores sospechas se confirman a medida que el bosque se hace más y más  frondoso y el tren me aleja de la realidad. Tengo que contenerme para no perder la cabeza, para no sufrir un ataque de ansiedad. Ni siquiera puedo gritar porque estoy paralizada. De hecho, tardo un rato en ser capaz de controlar mi respiración. De seguir así, me hubiera desmayado.
Solo hay una explicación para todo esto, y la aborrezco con toda mi alma.
Estoy en el Reino Onirico. 



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