martes, 19 de noviembre de 2013

Interludio (I)

Interludio


Cabo suelto

El Palacio de la Luna se hallaba sumido en el silencio. Todos dormían, todos, menos uno. En medio de la noche, ya casi cercana el alba, sólo una oscura silueta paseaba por los fríos salones, pero era un paseo inquieto.
Despacio, se acercó a uno de los espejos que adornaban la exquisita alcoba real. El espejo le devolvió su rostro tal y como era, el rostro de un rey. Él era el León Alado.
Una media sonrisa anidó en su rostro. Sí, para todos los súbditos esa era la verdad. Pero no era más que una mentira cincelada hasta convertirse en una realidad.
Jugueteó con mango del cepillo que normalmente Gwenevere usaba para peinar su larga melena rubia. La había despachado días atrás pero esa ilusa seguía creyendo que la amaba. Creía que algún día se desposarían por amor, idiota. Sí que se desposarían, pero porque ella tenía muchas posibilidades de alzarse como Reina, más si ambos estaban prometidos. O, bueno, lo estaba con el León Alado. Aunque poco quedaba ya del León.
De hecho, ya no quedaría nada de él si no fuera por el estúpido jefe de la guardia que decidió tirar de los cabos sueltos. Por su culpa, ahora la Bestia andaba suelta. La única pieza que quedaba en el aire de su perfecto puzle, una que era prácticamente imposible de controlar. Llevaban ya tres semanas de búsqueda y siempre se les escapaba. Maldita criatura…
– Maldito Alisthar… – murmuró, porque todo había sido por su culpa.
No pudo contener su ira, su mano ya había agarrado con fuerza el cepillo y lo lanzó contra el espejo, que estalló en pedazos.
Los pedazos le salpicaron y algunos de ellos cortaron su piel, tuvo suerte de poder taparse la cara a tiempo. Cuando miró de nuevo, su rostro se veía desfigurado en el espejo destrozado.
La puerta se abrió de golpe y uno de sus criados entró alarmado. Portaba un candelabro que trajo luz a la estancia, y mostró el desastre.
– Majestad, ¿se encuentra bien?
– Sí, puedes retirarte. No ha ocurrido nada.
– Pero señor, sus manos… – insistió este al ver los cristales y la sangre
– ¡He dicho que no ha pasado nada! ¿Acaso cuestionas mis órdenes?
El sirviente, volviendo de nuevo a su estado de servidumbre, negó apresuradamente.
– Lo siento, señor – se disculpó de nuevo.
– Retírate.
– Sí, mi señor... – murmuro, mientras, despacio, comenzó a alejarse hacia la salida.
Ya estaba a punto de cerrar las puertas cuando él volvió a llamarle:
– Espera, ¿en qué punto lo perdió la última partida?
– No dispongo de esa información, señor.
No, claro que un simple criado no podía saberlo, pero él sí. Habían dicho que cayó desde el Puente Troll. Tenían que seguir el curso del río para encontrarle. Pero la criatura tenía alas, así que el perímetro era considerablemente más amplio. Además, sabían que estaba herida. Consiguieron clavarle varias flechas. Su piel era gruesa, pero era suficiente para que dejara rastro y la volviera más lenta. 
 – Si yo fuera una bestia y estuviera herida, ¿dónde me escondería?
El criado seguía plantado en el umbral, desconcertado ante las preguntas del Rey. Empezaba a cuestionar seriamente la salud mental de su señor. Desde que escapó el asesino de su hermano, desde que un traidor liberó a la Bestia, no parecía el mismo.
Primero había mandado a su prometida de vuelta al Palacio del Sol. Ahora, su obsesión por cazar a la Bestia le estaba haciendo padecer insomnio, paranoia y empezaba a mostrarse agresivo. Empezaba a sentirse más inseguro que protegido estando a su servicio, pero temía decir en alto que creía que el León Alado estaba perdiendo la cabeza.
Mientras tanto, el Rey seguía murmurando para sus adentros:
– Claro, eso es… – dijo mientras se apoyaba en el tocador destrozado. La sangre resbalaba por su mano y empapaba los objetos personales de su prometida –. Ya sé dónde te escondes, maldita escoria…
– Señor… ¿está usted bien? ¿No es más seguro que mande traer al sanador?
– No, idiota, no necesito al sanador. Convoca a los cazadores. Ya sé dónde se esconde esa rata. Les quiero en el salón al amanecer. Ahora, desparece de mi vista.
Sin decir nada más, por temor a una represalia, el criado salió y cerró las puertas acompañando el gesto con una reverencia.
Después, corrió a sacar de la cama al paje que tenía que encargarse de convocar a los cazadores.
El falso rey se quedó solo de nuevo, y una risa nerviosa brotó de sus labios.
– Te tengo, ya te tengo… – murmuró mientras se acercaba al escritorio a rebosar de planos extendidos y encendía una vela.
La luz alumbró de nuevo la estancia.
Aún con las manos manchadas por los cristales, acarició los papeles. Estos se tiñeron de rojo. Pero sus sospechas estaban confirmadas.
– El bosque, está en el bosque. En el bosque de cristal.

Su risa nerviosa siguió recorriendo los pasillos del Palacio hasta que, como una salvación, el alba rompió. 

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