Interludio
Cabo suelto
El Palacio de la Luna se hallaba sumido en el
silencio. Todos dormían, todos, menos uno. En medio de la noche, ya casi
cercana el alba, sólo una oscura silueta paseaba por los fríos salones, pero
era un paseo inquieto.
Despacio, se acercó a uno de los espejos que
adornaban la exquisita alcoba real. El espejo le devolvió su rostro tal y como
era, el rostro de un rey. Él era el León Alado.
Una media sonrisa anidó en su rostro. Sí, para todos
los súbditos esa era la verdad. Pero no era más que una mentira cincelada hasta
convertirse en una realidad.
Jugueteó con mango del cepillo que normalmente
Gwenevere usaba para peinar su larga melena rubia. La había despachado días
atrás pero esa ilusa seguía creyendo que la amaba. Creía que algún día se
desposarían por amor, idiota. Sí que se desposarían, pero porque ella tenía muchas
posibilidades de alzarse como Reina, más si ambos estaban prometidos. O, bueno,
lo estaba con el León Alado. Aunque poco quedaba ya del León.
De hecho, ya no quedaría nada de él si no fuera por
el estúpido jefe de la guardia que decidió tirar de los cabos sueltos. Por su
culpa, ahora la Bestia andaba suelta. La única pieza que quedaba en el aire de
su perfecto puzle, una que era prácticamente imposible de controlar. Llevaban
ya tres semanas de búsqueda y siempre se les escapaba. Maldita criatura…
– Maldito Alisthar… – murmuró, porque todo había
sido por su culpa.
No pudo contener su ira, su mano ya había agarrado
con fuerza el cepillo y lo lanzó contra el espejo, que estalló en pedazos.
Los pedazos le salpicaron y algunos de ellos
cortaron su piel, tuvo suerte de poder taparse la cara a tiempo. Cuando miró de
nuevo, su rostro se veía desfigurado en el espejo destrozado.
La puerta se abrió de golpe y uno de sus criados
entró alarmado. Portaba un candelabro que trajo luz a la estancia, y mostró el
desastre.
– Majestad, ¿se encuentra bien?
– Sí, puedes retirarte. No ha ocurrido nada.
– Pero señor, sus manos… – insistió este al ver los
cristales y la sangre
– ¡He dicho que no ha pasado nada! ¿Acaso cuestionas
mis órdenes?
El sirviente, volviendo de nuevo a su estado de
servidumbre, negó apresuradamente.
– Lo siento, señor – se disculpó de nuevo.
– Retírate.
– Sí, mi señor... – murmuro, mientras, despacio,
comenzó a alejarse hacia la salida.
Ya estaba a punto de cerrar las puertas cuando él
volvió a llamarle:
– Espera, ¿en qué punto lo perdió la última partida?
– No dispongo de esa información,
señor.
No, claro que un simple criado no
podía saberlo, pero él sí. Habían dicho que cayó desde el Puente Troll. Tenían
que seguir el curso del río para encontrarle. Pero la criatura tenía alas, así
que el perímetro era considerablemente más amplio. Además, sabían que estaba
herida. Consiguieron clavarle varias flechas. Su piel era gruesa, pero era
suficiente para que dejara rastro y la volviera más lenta.
– Si yo fuera una bestia y estuviera
herida, ¿dónde me escondería?
El criado seguía plantado en el umbral,
desconcertado ante las preguntas del Rey. Empezaba a cuestionar seriamente la
salud mental de su señor. Desde que escapó el asesino de su hermano, desde que
un traidor liberó a la Bestia, no parecía el mismo.
Primero había mandado a su prometida de vuelta al
Palacio del Sol. Ahora, su obsesión por cazar a la Bestia le estaba haciendo
padecer insomnio, paranoia y empezaba a mostrarse agresivo. Empezaba a sentirse
más inseguro que protegido estando a su servicio, pero temía decir en alto que
creía que el León Alado estaba perdiendo la cabeza.
Mientras tanto, el Rey seguía murmurando para sus
adentros:
– Claro, eso es… – dijo mientras se apoyaba en el
tocador destrozado. La sangre resbalaba por su mano y empapaba los objetos
personales de su prometida –. Ya sé dónde te escondes, maldita escoria…
– Señor… ¿está usted bien? ¿No es más seguro que
mande traer al sanador?
– No, idiota, no necesito al sanador. Convoca a los
cazadores. Ya sé dónde se esconde esa rata. Les quiero en el salón al amanecer.
Ahora, desparece de mi vista.
Sin decir nada más, por temor a una represalia, el
criado salió y cerró las puertas acompañando el gesto con una reverencia.
Después, corrió a sacar de la cama al paje que tenía
que encargarse de convocar a los cazadores.
El falso rey se quedó solo de nuevo, y una risa
nerviosa brotó de sus labios.
– Te tengo, ya te tengo… – murmuró mientras se
acercaba al escritorio a rebosar de planos extendidos y encendía una vela.
La luz alumbró de nuevo la estancia.
Aún con las manos manchadas por los cristales,
acarició los papeles. Estos se tiñeron de rojo. Pero sus sospechas estaban
confirmadas.
– El bosque, está en el bosque. En el bosque de
cristal.
Su risa nerviosa siguió recorriendo los pasillos del
Palacio hasta que, como una salvación, el alba rompió.
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