martes, 28 de enero de 2014

Dos (II)


En cuanto se detiene completamente, decido que es momento de salir. No anuncian parada alguna. Bueno, no hay megafonía ni nada que se lo parezca, pero tampoco lo dicen ni a gritos ni de ninguna otra forma. Me temo que tengo que arriesgarme.
            Aún algo dubitativa, preguntándome qué demonios estoy haciendo, termino descendiendo del tren. Mis pies se posan en la piedra de un pequeño y bucólico apeadero en medio de la nada. Hay una pequeña caseta de madera, perfectamente barnizada y muy bien hecha cuyo estilo rebuscado y lleno de formas apesta a hadas desde la lejanía. Nadie en su sano juicio se molestaría en que el techo de una simple taquilla para vender billetes tuviera forma de seta que, para más detalles, está cerrada en estos momentos. A falta de cartel alguno que ilumine mi ignorancia, me temo que tendré que quedarme con las ganas de saber dónde he ido a parar.
Doy un par de pasos cuando el tren, justo a mi espalda, silva estruendosamente. Empieza a ponerse en marcha lentamente y, justo en ese momento, por la puerta que yo sin querer he dejado abierta, una bola de pelo y huesos baja rodando y dándose el morrazo de su vida. Yo pego un salto hacia atrás, dejando sitio a la cosa. Hasta que entonces me doy cuenta de qué es.
– ¿Sandocán? – pregunto extrañada. Sí, lo admito, me ha costado reconocer a mi propio perro.
Me acerco a él mientras él gruñe por el golpe.
– ¿Pero qué haces tú aquí? – pregunto, como si fuera a contestarme.
El gime lastimeramente y se pega a mí para que le acaricie las orejas.
Me desconcierta su presencia, pero en parte me tranquiliza enormemente. Es decir, no sé de qué manera me ha seguido. ¿Es posible que me lo haya traído conmigo por mi desesperación?
Entonces, veo algo que hace que el corazón se me encoja en un puño. Sí, otra maldita y estúpida carta que hace la sangre me hierva. Por su culpa estoy aquí y ahora estoy prácticamente segura de que es lo que ha traído hasta aquí a Sandocán. Si el pobre animal estaba hurgando en mi cuarto y la cogió cuando no debía, es muy posible que se haya catapultado junto con mi molesta correspondencia hasta donde yo estaba.
Le achucho sin poder contenerme. Me siento mal por haberle arrastrado hasta… hasta no sé dónde. Sin embargo, también me siento mucho más tranquila. Es extraño, porque sólo es un perro, pero me hace sentirme segura.
– Tranquilo, ¿vale? Vamos a salir de aquí enseguida – le digo mientras agarro la carta y la meto en la mochila.
No quiero andar dejándolas por ahí sin saber quién las pueda coger.
Hecho esto, me levanto y agarro a Sandocán por el collar. No quiero que se aleje demasiado de mí. Está tan mayor que es prácticamente imposible, pero la imposibilidad tiene muchas formas en este sitio.
– Vamos, chico – digo mientras tiro suavemente para que él me siga.
Más allá del apeadero, hay un caminito de piedras que se abre entre las briznas de la verde hierba. Tan verde es que parece de plástico malo, todo hay que decirlo.
Inspiro profundamente y echo a caminar por el sendero sujetando a Sandocán. A los lados enseguida empieza a aparecer flora un poco más estrafalaria y propia de la región.  Hongos azules del tamaño de mis botas, campanillas violetas y naranjas que, de ser carnívoras, serían capaces de engullir a Sandocán. Varias mariposas de alas cristalinas y cuerpos relucientes revolotean entre éstas. El aire es puro, tanto que casi parece emular lo que venden las compañías de detergentes cuando dicen que la ropa olerá de esa forma. Todo precioso, todo perfecto, todo idílico, todo un sueño.
Ojalá me despierte pronto.
Pero, de momento, sigo dormida y encerrada en este lugar de locos. Así que es mejor seguir caminando.
El camino serpentea bucólicamente. A la escena sólo le falta una música de arpa o lira adornándolo todo como si de una película se tratara. Por un segundo, se me pasa por la cabeza dar una patadita a una enorme piedra, y esperar a ver si sonaba a hueco. Realmente, todo parece de mentira.
Un pájaro dorado revolotea por encima de nuestras cabezas antes de perderse entre las flores. Un animalito con pinta de ser un cruce entre conejo y zorro que seguramente está aquí porque algún niño decidió que eso podía ser real en algún sitio nos observa con la cabeza ladeada cobijándose entre las setas fluorescentes. Sandocán lo ve y le enseña los dientes. Sin embargo, su intento de gruñido suena más refunfuño que a amenaza.
– Shhh – le digo mientras le doy una palmadita en el hocico, como siempre que quiero que deje de ladrar.
Él gime, pero termina obedeciendo.
No es momento para que saque su instinto de perro de caza, por mucho que lo lleve dentro.
            Poco a poco, veo que el camino se estrecha y la flora se hace más alta, hasta que me encuentro caminando por medio de una bóveda de árboles estilizados y solemnes. Las coloridas setas dejan paso a arbustos de elegantes flores colgantes, de un tono blanco impoluto. Lo demás parece gris a su lado. De nuevo me viene a la cabeza el anuncio de detergentes…
            El suelo también ha cambiado, ahora las piedras son más cuadradas y angulosas. Como si hubieran sido talladas con más cautela y dedicación. Si fueran doradas, podría demandar a las hadas por plagiar al mundo de Oz. Eso me convertiría en la Dorothy más amargada de la historia y a Sandocán en un Toto muy pasado de vueltas. Miro mis botas desgastadas. A un tris he estado de ponerme zapatos rojos, hubiera sido el colmo.
            Aprieto el puño y respiro despacio, tratando de recordar esas clases de yoga a las que fui hace tantos años que ya ni recuerdo el nombre de la profesora. Poco a poco, consigo calmarme. No puedo permitirme un ataque de ansiedad aquí y ahora, ¿verdad que no? A mi lado, Sandocán se frota contra mi pierna. Qué amor de animal. Le acaricio las orejas y después doy un suave tironcito del collar para seguir caminando por el caminito de piedra.
            Al poco tiempo, el sendero desemboca en un enorme claro inundado por el sol donde se puede apreciar una casita de madera en medio con un letrero de madera escrito en caracteres faericos, esto es, no tengo ni la más remota idea. Podría perfectamente decir “Peligro, devora-humanos” y para mí no tendría mayor diferencia.
            La casita está cubierta de enredaderas, huele a lavanda desde la distancia y tiene una campanita en la puerta. Ésta al menos no tiene forma de champiñón. Pero lo más curioso de todo, son las antorchas que rodean todo el claro. Son largas y tan altas como yo, se retuercen sobre sí mismas y terminan en una elaborada jaula oval. Cuando acerco la mano a una de ellas, compruebo lo que ya sospechaba. No emiten calor. La fuente de luz es mágica. De hecho, una de ellas se ríe de mí, y lo digo de forma muy literal. Miro la antorcha con cara de susto, después entrecierro los ojos y juraría que durante unos instantes una cara sonriente me saca la lengua de forma burlona por entre los barrotes. Levanto una ceja. Ya sé qué son. Malditos fuegos fatuos. Menudo mérito tiene al que se le ocurrió vincularlos a las jaulas para que fueran útiles como fuentes de luz.
            Dejo de prestarles atención al instante siguiente. Sé por experiencia propia que es mejor ignorarles, o se crecen con sus bromitas. Aunque estos no es que tengan la movilidad suficiente para llevar a cabo demasiadas.
            Doy un paso al frente y sufro un escalofrío que sacude mi columna. A mi lado, noto cómo Sandocán tiene todo el peo erizado y la cola tiesa, como si estuviera a puntito de señalar con la pata hacia dónde ha caído la presa en una cacería. Acto seguido, se sacude y saca la lengua. No siento que el calambrazo haya hecho nada. Ha sido justo al atravesar el círculo imaginario que uniría todas las antorchas. Me imagino que habré entrado en alguna especie de ritual de protección o algo así. Es lo máximo a lo que llega mi nulo entendimiento de este mundo.
            Avanzo en dirección a la casita con la intención de hacer lo que no pude en la estación: pedir indicaciones. Quiero saber dónde estoy y, lo más importante, cómo salir. Igual hay algún paso por aquí cerca. La última vez encontré uno al asomarme a un pozo del que esperaba conseguir agua porque tenía sed y resulta que en vez de agua me encontré que en el otro lado veía el restaurante que había a las afueras que tuvo la genial idea de poner una fuente de los deseos llena de carpas de colores. Me tiré en un arrebato de locura y acabé mojada, empapada y de mal humor sentada en medio de la fuente mientras los peces nadaban a mi alrededor y la gente me miraba raro, pero también ilesa y en casa. 
            Cuando llego a la puerta, me doy cuenta que los ventanales están abarrotados tanto de carteles que no entiendo como de objetos que no comprendo. Observo la campanita y agarro el llamador, que tiene forma de mariposa. La hago sonar suavemente, un tanto temerosa. Sin embargo, lo único que ocurre es que la puerta se abre sola en cuanto el sonido se extingue. Dentro, observo cómo se extiende una variopinta colección de vitrinas por las que se pasea una atareada escoba arrastrando con ella un creciente montoncito de polvo. Por un segundo, pienso en pedirme una igual para mi cumpleaños, sería un chollo para limpiar mi cuarto. Luego me acuerdo de en dónde esto y lo descarto de inmediato. Imagínate que me pasa como en el corto de “El aprendiz de Brujo”. Qué escalofrío de solo pensarlo. Y luego encima habría que pagar la factura del agua. 

1 comentarios:

MARIAN dijo...

Una historia muy misteriosa. Espero leer pronto el siguiente capítulo.

Publicar un comentario