En cuanto se detiene completamente, decido que es
momento de salir. No anuncian parada alguna. Bueno, no hay megafonía ni nada
que se lo parezca, pero tampoco lo dicen ni a gritos ni de ninguna otra forma.
Me temo que tengo que arriesgarme.
Aún
algo dubitativa, preguntándome qué demonios estoy haciendo, termino
descendiendo del tren. Mis pies se posan en la piedra de un pequeño y bucólico
apeadero en medio de la nada. Hay una pequeña caseta de madera, perfectamente
barnizada y muy bien hecha cuyo estilo rebuscado y lleno de formas apesta a hadas
desde la lejanía. Nadie en su sano juicio se molestaría en que el techo de una
simple taquilla para vender billetes tuviera forma de seta que, para más
detalles, está cerrada en estos momentos. A falta de cartel alguno que ilumine
mi ignorancia, me temo que tendré que quedarme con las ganas de saber dónde he
ido a parar.
Doy un par de pasos
cuando el tren, justo a mi espalda, silva estruendosamente. Empieza a ponerse
en marcha lentamente y, justo en ese momento, por la puerta que yo sin querer
he dejado abierta, una bola de pelo y huesos baja rodando y dándose el morrazo
de su vida. Yo pego un salto hacia atrás, dejando sitio a la cosa. Hasta que
entonces me doy cuenta de qué es.
– ¿Sandocán? – pregunto
extrañada. Sí, lo admito, me ha costado reconocer a mi propio perro.
Me acerco a él mientras
él gruñe por el golpe.
– ¿Pero qué haces tú
aquí? – pregunto, como si fuera a contestarme.
El gime lastimeramente
y se pega a mí para que le acaricie las orejas.
Me desconcierta su
presencia, pero en parte me tranquiliza enormemente. Es decir, no sé de qué
manera me ha seguido. ¿Es posible que me lo haya traído conmigo por mi
desesperación?
Entonces, veo algo que
hace que el corazón se me encoja en un puño. Sí, otra maldita y estúpida carta
que hace la sangre me hierva. Por su culpa estoy aquí y ahora estoy
prácticamente segura de que es lo que ha traído hasta aquí a Sandocán. Si el
pobre animal estaba hurgando en mi cuarto y la cogió cuando no debía, es muy
posible que se haya catapultado junto con mi molesta correspondencia hasta
donde yo estaba.
Le achucho sin poder
contenerme. Me siento mal por haberle arrastrado hasta… hasta no sé dónde. Sin
embargo, también me siento mucho más tranquila. Es extraño, porque sólo es un
perro, pero me hace sentirme segura.
– Tranquilo, ¿vale?
Vamos a salir de aquí enseguida – le digo mientras agarro la carta y la meto en
la mochila.
No quiero andar
dejándolas por ahí sin saber quién las pueda coger.
Hecho esto, me levanto
y agarro a Sandocán por el collar. No quiero que se aleje demasiado de mí. Está
tan mayor que es prácticamente imposible, pero la imposibilidad tiene muchas
formas en este sitio.
– Vamos, chico – digo
mientras tiro suavemente para que él me siga.
Más allá del apeadero,
hay un caminito de piedras que se abre entre las briznas de la verde hierba. Tan
verde es que parece de plástico malo, todo hay que decirlo.
Inspiro profundamente y
echo a caminar por el sendero sujetando a Sandocán. A los lados enseguida
empieza a aparecer flora un poco más estrafalaria y propia de la región. Hongos azules del tamaño de mis botas,
campanillas violetas y naranjas que, de ser carnívoras, serían capaces de
engullir a Sandocán. Varias mariposas de alas cristalinas y cuerpos relucientes
revolotean entre éstas. El aire es puro, tanto que casi parece emular lo que venden
las compañías de detergentes cuando dicen que la ropa olerá de esa forma. Todo
precioso, todo perfecto, todo idílico, todo un sueño.
Ojalá me despierte pronto.
Pero, de momento, sigo
dormida y encerrada en este lugar de locos. Así que es mejor seguir caminando.
El camino serpentea
bucólicamente. A la escena sólo le falta una música de arpa o lira adornándolo
todo como si de una película se tratara. Por un segundo, se me pasa por la
cabeza dar una patadita a una enorme piedra, y esperar a ver si sonaba a hueco.
Realmente, todo parece de mentira.
Un pájaro dorado
revolotea por encima de nuestras cabezas antes de perderse entre las flores. Un
animalito con pinta de ser un cruce entre conejo y zorro que seguramente está
aquí porque algún niño decidió que eso podía ser real en algún sitio nos
observa con la cabeza ladeada cobijándose entre las setas fluorescentes.
Sandocán lo ve y le enseña los dientes. Sin embargo, su intento de gruñido
suena más refunfuño que a amenaza.
– Shhh – le digo
mientras le doy una palmadita en el hocico, como siempre que quiero que deje de
ladrar.
Él gime, pero termina
obedeciendo.
No es momento para que
saque su instinto de perro de caza, por mucho que lo lleve dentro.
Poco
a poco, veo que el camino se estrecha y la flora se hace más alta, hasta que me
encuentro caminando por medio de una bóveda de árboles estilizados y solemnes.
Las coloridas setas dejan paso a arbustos de elegantes flores colgantes, de un
tono blanco impoluto. Lo demás parece gris a su lado. De nuevo me viene a la
cabeza el anuncio de detergentes…
El
suelo también ha cambiado, ahora las piedras son más cuadradas y angulosas.
Como si hubieran sido talladas con más cautela y dedicación. Si fueran doradas,
podría demandar a las hadas por plagiar al mundo de Oz. Eso me convertiría en
la Dorothy más amargada de la historia y a Sandocán en un Toto muy pasado de
vueltas. Miro mis botas desgastadas. A un tris he estado de ponerme zapatos
rojos, hubiera sido el colmo.
Aprieto
el puño y respiro despacio, tratando de recordar esas clases de yoga a las que
fui hace tantos años que ya ni recuerdo el nombre de la profesora. Poco a poco,
consigo calmarme. No puedo permitirme un ataque de ansiedad aquí y ahora,
¿verdad que no? A mi lado, Sandocán se frota contra mi pierna. Qué amor de
animal. Le acaricio las orejas y después doy un suave tironcito del collar para
seguir caminando por el caminito de piedra.
Al
poco tiempo, el sendero desemboca en un enorme claro inundado por el sol donde
se puede apreciar una casita de madera en medio con un letrero de madera
escrito en caracteres faericos, esto es, no tengo ni la más remota idea. Podría
perfectamente decir “Peligro, devora-humanos” y para mí no tendría mayor
diferencia.
La
casita está cubierta de enredaderas, huele a lavanda desde la distancia y tiene
una campanita en la puerta. Ésta al menos no tiene forma de champiñón. Pero lo
más curioso de todo, son las antorchas que rodean todo el claro. Son largas y
tan altas como yo, se retuercen sobre sí mismas y terminan en una elaborada
jaula oval. Cuando acerco la mano a una de ellas, compruebo lo que ya
sospechaba. No emiten calor. La fuente de luz es mágica. De hecho, una de ellas
se ríe de mí, y lo digo de forma muy literal. Miro la antorcha con cara de
susto, después entrecierro los ojos y juraría que durante unos instantes una
cara sonriente me saca la lengua de forma burlona por entre los barrotes. Levanto
una ceja. Ya sé qué son. Malditos fuegos fatuos. Menudo mérito tiene al que se
le ocurrió vincularlos a las jaulas para que fueran útiles como fuentes de luz.
Dejo
de prestarles atención al instante siguiente. Sé por experiencia propia que es
mejor ignorarles, o se crecen con sus bromitas. Aunque estos no es que tengan
la movilidad suficiente para llevar a cabo demasiadas.
Doy
un paso al frente y sufro un escalofrío que sacude mi columna. A mi lado, noto
cómo Sandocán tiene todo el peo erizado y la cola tiesa, como si estuviera a
puntito de señalar con la pata hacia dónde ha caído la presa en una cacería. Acto
seguido, se sacude y saca la lengua. No siento que el calambrazo haya hecho
nada. Ha sido justo al atravesar el círculo imaginario que uniría todas las
antorchas. Me imagino que habré entrado en alguna especie de ritual de protección
o algo así. Es lo máximo a lo que llega mi nulo entendimiento de este mundo.
Avanzo
en dirección a la casita con la intención de hacer lo que no pude en la estación:
pedir indicaciones. Quiero saber dónde estoy y, lo más importante, cómo salir. Igual
hay algún paso por aquí cerca. La última vez encontré uno al asomarme a un pozo
del que esperaba conseguir agua porque tenía sed y resulta que en vez de agua
me encontré que en el otro lado veía el restaurante que había a las afueras que
tuvo la genial idea de poner una fuente de los deseos llena de carpas de
colores. Me tiré en un arrebato de locura y acabé mojada, empapada y de mal
humor sentada en medio de la fuente mientras los peces nadaban a mi alrededor y
la gente me miraba raro, pero también ilesa y en casa.
Cuando
llego a la puerta, me doy cuenta que los ventanales están abarrotados tanto de
carteles que no entiendo como de objetos que no comprendo. Observo la campanita
y agarro el llamador, que tiene forma de mariposa. La hago sonar suavemente, un
tanto temerosa. Sin embargo, lo único que ocurre es que la puerta se abre sola en
cuanto el sonido se extingue. Dentro, observo cómo se extiende una variopinta
colección de vitrinas por las que se pasea una atareada escoba arrastrando con
ella un creciente montoncito de polvo. Por un segundo, pienso en pedirme una
igual para mi cumpleaños, sería un chollo para limpiar mi cuarto. Luego me
acuerdo de en dónde esto y lo descarto de inmediato. Imagínate que me pasa como
en el corto de “El aprendiz de Brujo”. Qué escalofrío de solo pensarlo. Y luego
encima habría que pagar la factura del agua.
1 comentarios:
Una historia muy misteriosa. Espero leer pronto el siguiente capítulo.
Publicar un comentario